Noches en Poderna

Albada del taller den Quico

A él lo que le gusta es lo que viene justo después de correrse, cuando se echan uno junto al otro y dejan pasar la urgencia de la carne y de la esperma, por fin derramada. No se lo ha dicho nunca a nadie, es algo así como un secreto chico, pero a él le gusta ese momento quieto, callado, en que el mordisco se duerme en el muslo, el costado, el hombro. Le gusta cuando se desvanece el rastro de la saliva en el cuello. Ese momento diminuto en que la mejilla pierde el rubor y las gotas de semen se enfrían sobre el vientre. Cuando se eriza la piel y se esfuma la huella del abrazo. Cuando las voces del trasiego se van apagando en el recuerdo. Cuando vuelve la paz. Cuando se cogen de la mano. Cuando respiran. Pero lo mejor de todo empieza cuando ella se sienta a su lado y se fuma uno de los cigarrillos que él trae en el bolsillo de la camisa. Se cruza de piernas, prende el tabaco con un misto y mira largamente por la ventana, mientras paladea el humo en contra de la voluntad y el decoro de los padres del vecindario. En su pública consideración, ha hecho cosas mucho peores esta noche, cosas que, por cierto, todos ellos han soñado hacer alguna vez, cuando chavales, porque todos han querido alguna vez a una Magda vecina. Todos, sin falta, han buscado un rincón propio como el altillo del taller den Quico y han probado a meterla aquí y allá y se han corrido después con mucho gusto de su parte. Todos volverían a follarse a su Magda vecina si tuvieran ocasión. Todos. Todos ellos querrían llevársela de nuevo a un altillo como aquel para follársela largamente, toda la noche. Todos lo harían si pudieran… Si pudieran. Si tuvieran ocasión. Si nadie supiera. Toma otra calada y deja que los ojos tiernos de l'Aleix la abriguen. Él no ha dejado de mirarla en todo el rato. Busca una explicación en la figura de los dedos de los pies, en la curva de la rodilla, en las estrias de la cadera, en los pliegues de la carne, donde la ijada, en los lunares que pueblan su espalda y en los cabellos, pocos, que escapan del moño, pero son todas razones vulgares que se hallan por igual en otras mujeres. Considera, por un momento, que puede tratarse de la suma y proporción de las partes, pero no deja de ver, en verdá, razones muy vulgares y comunes en su perfil de juventud. No es eso. Es ella. Por algún extraño motivo, es ella. Ella, sobre todo, cuando fuma y sube con el humo. Cuando busca la luz de la amanecida por los tejados. Cuando se ausenta quietamente y lo deja solo junto a los despojos de la lucha. Él, que tanto la ha tenido entre los brazos, querría seguirla por seguir a su lado. Querría saber más de su persona. Querría preguntarle quién es cuando calla, quién quiere ser mañana o si querrá volver a verle… Le hablaría con sinceridad, y no como el canalla fanfarrón que baja bragas en el altillo del taller den Quico, pero ella ya no está allí porque se ha ido por la ventana con el humo del tabaco y flota vagamente en algún punto entre el cielo y la tierra tan lejano como el horizonte.