Noches en Poderna

La Marieta y las vidas por vivir

De camino a la prisión donde canta la calandria y responde el ruiseñor, la Marieta se acuerda de la vida cabrera que no vivió. Aquel hombre de la montaña era guapísimo, la verdá, y, a ella, no le hubiese pesado nada amontonar sus retoños a pares en una camita de heno fresco cada noche. Sin embargo, en aquella fea mañana de octubre de su otra vida, carga a duras penas con una criaturita enferma que no sabe cómo asirse al vivir miserable que le han dado sus pobres padres.

La Marieta teme al invierno que llega. El frío de noviembre, con el hambre de todos los días a cuestas, puede arrancarle a su hijo de las manos definitivamente. Tuerce por la calle de la muralla y no mira atrás, sino a otra parte, al día en que se abrió a los besos del José (en la umbría de las higueras cerradas). ¡Qué guapo era aquel hombre! ¡Qué achuchones le daba! ¡Y cómo la quería! La Marieta, con el regusto de su querer en la boca, siente la vida llenita de sangre otra vez (en las sienes, en los labios, en el vientre).

Sus días en la vieja Poderna son una sucesión de fatigas y penurias. El José pudo haberla sacado de allí en su momento, pero ella no quiso. O no se dejó. El José, el hombre guapísimo que la amaba lo mismo bajo la encina que en el hueco de una escalera, tenía por todo propósito en la vida criar cabras en el monte, volver tarde en la tarde a casa y encontrar un plato puesto en la mesa para cenar.

Así se lo contaba con voz de enamorado todas las veces, después de quererla, pero las cuentas, a la Marieta, no le salieron nunca. Se figuró una vida entera a su lado y sumó más horas sola en casa que revolcones con su hombre (en la cama, en el campo, en la mesa de la cocina). Además, sabía por voces amigas que la potencia del macho se viene abajo antes que el pelo de la cabeza y el José, desde que estaban en tratos, había comenzado a clarear por arriba.

Era guapísimo de todos modos. Y la Marieta, que encara la cuesta del carrer nou con su hijo en brazos, no puede olvidar lo mucho que lo quería. Ni olvida tampoco la vida sencilla que imaginó junto al cabrero en una casita del monte. Recuerda, sobre todo, las tardes repletas de sol y las luces del crepúsculo derramándose detrás de las cumbres nevosas. O el dulce crepitar del fuego de la chimenea, durante las noches del invierno. Después de todo aquello, y esto era lo importante en su figuración, José el cabrero la tomaría entre sus brazos, para sí. Pero la Marieta no estaba dispuesta a esperarlo todos los días de cada día.

—Si no vienes conmigo, no sé qué haré.

—Tú verás, José.

—No, amor mío. No sé qué veré.

La Marieta no sabe qué pudo responderle. Gira en el callejón del abeurador y se enfrenta a la presencia espantosa de la torre de la prisión. Su marido, el Miguelillo, todavía está encerrado en una celducha de la planta baja. «Ja hi som, fillet». Deshace los pasos que los separan de la puerta monstruosa y llama tres veces valiéndose del picaporte de hierro.

Pom.

Pom.

Pom. El Miguelillo asomó en su vida pocos días antes de que el cabrero subiera al monte. Era mucho menos guapo que el José, pero tenía mucha más gracia en el decir y en el hacer y, aquello, por más años que le cayeran encima, no tenía por qué venirse abajo. Pasearon largamente, de la mano, por las calles del casco antiguo. La Marieta recuerda con claridad los comienzos de su noviazgo y no se arrepiente (ni un poquito) de ver con buenos ojos que el Miguelillo se dijera poeta más de una vez porque el muchacho, muy al principio, le había declarado su pensamiento: «el hombre se gana'l pan con el esfuerzo de sus manos».

Fue pastor en la montaña (cuando chaval). Luego estuvo de jornalero en el campo y, ante la miseria de las gentes de su tierra, se metió a maestro de escuela, «por sacarlos de pobres a fuerza de hablar». Sabía muy bien el abecedario, las tablas de multiplicar y el orden de los invertebrados y la Marieta, sin notar muy bien cómo, acabó enamoradita del tierno muchacho del sur.

Luego sabría que tenía la cabeza llenita de ideas. O que su pecho no era amplio como un prado de hierba verde y frondosa y que sus brazos no eran los brazos del cabrero, ni sus besos, los del José en la umbría de las higueras cerradas. El Miguelillo, sin embargo, se saltaba la tapia de los huertos de los señorones de la vieja Poderna y le traía puñados de fresas y de avellanas en los bolsillos del pantalón. Si la Marieta lo regañaba, el Miguelillo protestaba razonadamente: «el avellano las dio gustoso, señora mía, y yo di las gracias entonces como le digo a usté ahora que no debe creerse que'l vegetal se digna reconocer nunca la propiedá de nadie».

Poco después, la Marieta acabó metida en un pisito con la criaturilla que le hizo el maestro de escuela una noche, en la huerta. Lo quisiera o no, se había casado, era madre y se abrazaba a su vida en el barrio como podría haberse abrazado a su vida en el monte. Después de todo, si se pone los dedos frente a los ojos de la cara, le duele lo mismo el frío en los huesos de la mano que no haberle echado las cuentas a sus años de casada con el Miguelillo.

Suena un manojo de llaves al otro lado de la puerta de la torre de la prisión. Mientras hacen por destrabar la cerradura, una voz pregunta «quién va» y la Marieta responde «sóc jo, la dona d'en Miquel» (porque es ya, para todo el mundo, la mujer del maestro de escuela). Ella misma ha renunciado a su nombre en más de una ocasión:

—La mujer del maestro escuela?

—Sí, sóc jo.

—Pase.

Un hombre horrible le cede el paso al interior de la torre. A ella, «la dona del mestre». La Marieta, a fuerza de quererse al Miguelillo, ha hecho suyas las ocurrencias y las causas de aquel hombre bueno. Cruza el umbral de la puerta de la prisión con asco del orden de las cosas y deja al niño en el suelo (un momentito solamente, que ya no puede más). La Marieta se enfrenta a los muros de piedra de la prisión. A los barrotes en los ventanucos y a las cadenas que cuelgan de las argollas para vergüenza de los hombres buenos.

—Por aquí, señora.

—Vaig.

La Marieta coge a su hijo en brazos y sigue al horrible carcelero hasta la celducha de la planta baja donde tienen preso al maestro de escuela. La situación es insoportable. Lo tienen encerrado para escarmiento de los poetas, por acallar su voz preciosa y grande. La fábula del borrico le ha ganado muchas amistades entre los obreros de los barrios fabriles de la vieja Poderna y el bueno de don Hurón (donde quiera que se esconda de la luz del sol) está muy enfadado con él.

El carcelero, entre tanto, no da con la llave de la celducha y el preso Miguelillo, que las oye tintinear del otro lado de la vida, se impacienta por saberlo:

—Marieta, eres tú?

—Sí, sóc jo.

«Jo, la dona del mestre». Incluso los sucios papelotes den Josepus le duelen ahora como algo propio. Aquellos pliegos deleznables que no le habían preocupado nunca antes en la vida, han destapado las vergüenzas del magistrado que condena, del alguacil que fuerza y de todos aquellos que ven y no hacen nada por echarlo todo abajo. La Marieta, después de masticarlo, se acaba preguntando por el olor a cabra en las manos y el pecho del cabrero. Aquel hombre guapísimo seguro que seguiría bajando del monte cada noche para tomarla entre sus brazos. Acaso su trato se tornase más rudo con el paso de los años. Al fin y al cabo, un hombre que se pasa el día tratando con cabras acaba olvidando el uso de algunas palabras y la Marieta, ante la puerta de la celducha, en el interior de la torre de la prisión donde canta la calandria y responde el ruiseñor, siente que ha perdido algo que no ha de volver.