L'Aldonça y la monja monstruosa
después de aquello. Ya no dormirá. Se sabe en cama ajena y en casa extraña, lejos del hogar materno. Escruta las sombras. Palpa el silencio. No se ve ni se oye nada. Ahora abunda la quietud de la noche en el interior de la celda, pero la pobre muchacha no está segura de que dure mucho más tiempo. Busca en la puerta, en la rendija que hay debajo de la puerta, aunque todavía no ha escuchado pasos lentos, pesados, subiendo por la escalera. Tampoco hay escalera al otro lado, sino pasadizos largos y lúgubres de un casalote antiguamente señorial. Tañe la campana tres veces. Son tres cuartos de doce. Ni es la una, ni es cinco de mayo, y aún así sigue sin dormirse. L'Aldonça nota una migaja de frío en la punta de la naricilla y en los dedos de los pies. El camisón le parece poca ropa. Tira para arriba de la manta y se dice que todas aquellas monjitas que la han recibido esta tarde con tanto cariño son todas buenas personas. Lo habla por lo bajo, sin perder de vista la puerta de la celda. Luego mira un momento la noche en el ventanuco. El mundo es inmenso y ella, ¡tan pequeña! Todo el mundo sabe que las monjas son buenas por definición. Todo el mundo sabe que los fantasmas no existen. Por eso quiere ser monja y, por eso, quiere no tener miedo, pero el bisbiseo vuelve a estar allí dentro, con ella. Parece surgido de un grave sepulcro: brota de las profundidades del inframundo y sisea, «bis-bís», como una sierpe por las frías losas del suelo antes de subirse al camastro, con ella. Sigue, después, su sendero por dentro de la ropa, «bis-bís, bis-bís», y allí donde pone su lengua de escarcha le eriza el vello de la piel. Toda ella se estremece de espanto. Por suerte, el bisbiseo, «bis-bís, bis-bís, bis-bís», dura lo mismo que un padrenuestro, aunque lo diga un muerto. L'Aldonça tiembla de miedo. Atiende, sin embargo, a la voz de la tiniebla a su alrededor. Ahora no se oye otra cosa que el castañeteo de sus dientes. El rezo espectral ha cesado. Entonces, cuando presiente que la puerta de la celda va a abrirse con violencia, cuando intuye que la figura de la monja sangrienta va a entrar para ponerse a los pies de su cama, sin lámpara, ni daga, un suspiro cae desmayado junto al pensamiento de bienvenida que se marchita tristemente en un vaso de agua:
—Qui hi ha?
—Dicen que, a veces, hablo sola.
—Ai, ai, ai!
—No temas, mi niña. No temas por mí…
—Ai! Ai-ai-ai! Qui és? Qui parla?!
—Chssst! No alces la voz…!
—No'm feu mal, no…!
—No, mi niña. No podría aunque quisiera…
—Eh?
—Estoy aquí, tras la pared.
—O-on?
—Aquí, aquí.
—Aquí dins?
—Sí.
—I… què feu an aquí? Q-qui sou, qu'steu an aquí tancada?
—Me llamo Catarina.
—Oh. J-jo sóc l'Aldonça.
—Es un gusto conocerte, mi niña.
—Prô… qui ets? Què fas aquí, a la meva cel·la?
—Oh! Soy una emparedada y esta tu celda, puedes creerme, ha sido mía durante muchos años.
—Sí?
—Sí. Cuando tú entraste en ella, yo ya estaba dentro.
—Ja. Prô…
—No me viste porque esa mala hierba no te lo ha dicho.
—Ah.
—No te pienses, no. No te lo ha querido decir. Siempre hace lo mismo…
—Oh.
—Aquí traen a las más… díscolas.
—Ja.
—Eres díscola?
—No sé qu'és això…
—Éstas, si no ven claro algún ingreso, lo traen conmigo, a pasar la primera noche. Las ideputas saben que, a veces, hablo sola, por distraerme, y que asusto a las pobres criaturas sin querer…
—Jo?
—Entras algún dinero en la casa?
—Ninguno, que no'n tinc.
—Y qué dedos de falda traías de menos?
—No'ls portava contats, vés.
—Malo. La Cunegunda, para esas cosas, tiene un ojo finísimo.
—Quina?
—La que te trajo aquí, esta tarde.
—No es deia…?
—La llamamos así.
—Li dic així, aleshores?
—No, tú no.
—Val. Catarina…
—Qué?
—T-te puc venir a veure?
—No. No ibas a ver nada, ahora. Y, como se te ocurra salir de la cama, me vas a coger frío…
—Potser demà?
—Potser.
—Catarina…
—Qué?
—Per què t'hi vas posar?
—Y tú, qué haces aquí?
—Vull ser monja.
—Ya.
—Bueno… Penso que podria ser-ho, per'xò encetava'l noviciat… perquè… las beguinas no són totes ideputas, oi?
—No todas, no.
—Ja.
—No, las beguinas son piadosas en su mayoría, pero no te engañes más, mi niña: en esta casa no hay monjas.
—Ah, no?
—Claro que no. Aquí sólo verás mujeres a su aire.
—Prô… i els vots?
—Las beguinas no le juran votos a nadie.
—No?
—Nunca, mi niña.
—Prô… I si jo volia ser monja?
—Por qué has venido?
—Jo?
—Tú.
—Bueno… Me fa una mica de miedo el mundo de los hombres.
—Ya. Y crees que ese es motivo suficiente para pasar el resto de tus días entre estas paredes?
—Penso que sí.
—Pues valdrá.
—Ah. Prô, Catarina…
—Qué?
—Per què t'hi vas posar, tu, aquí dins?
—Porque soy un monstruo, mi niña, y es mejor tenerme apartada del mundo que condenarme a fingir algún interés por sus cosas…
—Amb mi parlaves…
—Es algo que aprendí a hacer de chica, pero la verdá es que no me importa nada. Ni nada, ni nadie. Mi niña… Yo nunca he querido a nadie porque nunca he sabido lo que es querer. Apenas he logrado imaginarlo a partir de las palabras de otros. Puede que te parezca triste, pero, a mí, siempre me ha dado igual…
—Prô bé que quieres estar-te aquí dins, no?
—Esa es, justamente, la condición de mi monstruosidad.