Vida del salvaje Roc IV
Las mujerucas, esta mañana, tuercen casi todas por la calle d'adroguers en busca de la umbría prometida. El julio es caluroso cerca del medio día y, si se aventuran por la callejuela aquella, aunque esté imposible por causa de las obras, se vuelven de seguro con una sonrisa en el cesto. El mocetón, que no se da cuenta de la dicha, está cantando de nuevo:
Quan jo n'era petitet
la mare prou m'estimava:
m'en donava algun ouet
i alguna nou confitada.
No pocas de las viejas que pasan a su lado recuerdan la tonada de antaño, cuando los días felices. Luego les sucede que se pierden para adentro un momento, nada, los recuerdos que se agolpan todos en la nuez, y sienten como, con la tonada, vuelven las voces de la tornada a sus labios, muy bajito:
Ai, adéu,
c'una gran pena
em doneu!
¡No cabe mayor alegría poniendo adoquines! ¡Ni hay más ilusión cargando la carretilla de piedrotes! El Roc levanta un saco de cemento a pulso y sonríe ampliamente. Puede con este y con diez más. ¡Se va a empedrar esta calle y veinte más! ¡Su chavala, porque hay chavala del Roc, no se vuelve a enfangar los zapatos! ¡Por sus reales! Mientras esparce la mezcla por el suelo, no puede no verse yendo del brazo con ella por la nueva calle d'adroguers que él, y tres reclusos más, están apañando bajo el sol. Ante la perspectiva de pasear juntos, ya sea aquí o allá, los veintitantos quilos de carga sobre las manos pesan menos, mucho menos, que sus palabras de ayer tarde:
—Nada de novios.
—Val.
—No me mires así.
—Que no, que no.
—Ya te lo dije…
—Rollete de verano.
—Estas semanas que quedan
—i re'més. Ja.
—Qué?
—Estava pensant…
—Qué?
—I si jo…
—Tú qué?
—Jo'm veig capaç de convènce't.
—Tú?
—Et quedaries? Et quedaries amb mi?
—Quieres que me quede?
—Clar.
—No sé yo. Además, además, no veo yo cómo podrías tú conmigo…
—Com? Mira que jo'm sé molt capaç.
—Espera…
—Què?
—No me cojas aún, que'stá mi madre'n el balcón…
Y el Roc, que sigue hilera a hilera, recuerda bien que la levantó en el aire antes de recogerla entre los brazos. Estaba decidido. Quería que lo viesen la madre, el padre y todos los muertos de su puñetera estirpe. Tenía algo menos de siete semanas para retenerla a su lado: «Yo, luego, me iré y no volveremos a vernos». Entre tanto, se habían besado en cualquier rincón. El Roc asomaba por su casa a última hora del día y salían por las calles, a quererse. Él, después de besarle el cuello, las tetas y las manos por primera vez, llegó a decírselo:
—J-jo t'estimo.
Ella, aunque tardó en gobernarse, volvió en sí:
—Si tanto me quieres, eñséñame a quererte.
—Prô…!
—Marcho a finales de agosto. Bien lo sabes.
El Roc se repite que son siete las semanas. Siete. Algo menos de cuarenta y nueve días. Luego mira a lo alto, al sol. Está sudando y es por su culpa. El calor es muy contagioso. El sol lo contagia a las paredes y al suelo y hasta los adoquines, si no están a la sombra, acaban quemando. El Roc siente cómo le arden las entrañas por dentro, por cosa de su chavala. Aquel fuego suyo es más contagioso, si cabe, porque atesora una furia mayor a la del cielo. Puede sentirlo. A poco que la tenga cerca de sí, piel con piel, aquella llama viva, aquella fuerza positiva del mundo, ha de prender también en su corazón. No es de piedra. Bien lo sabe. A propósito del amor, otra tonadilla le llega al alma y le contagia el ánimo, así que le da su voz como las hojas se dan al viento:
Qui la'n té, l'amor la deixa.
Qui no en té, la'n vol tenir.
El Roc no se encuentra más bajo el sol d'adroguers, pavimentando el suelo. No suda, ni padece, ni canta. El Roc sobrevuela las horas de la jornada de trabajo que le restan. Va al encuentro de su amada Caterina. Baja el trecho embarrado d'adroguers. Pasa de nuevo por calderers y cruza frente a la ventana que da al patio de los naranjos, por mirar dentro, por si se ve algo.