Noches en Poderna

Diálogo del Cisco y en Fageda a propósito de na Celia al pasar

La lumbre del crepúsculo deja un sabor dulce sobre los tejados de la vieja Poderna y el Cisco, por no oír más a la mujer, se sienta en el escalón de la puerta de casa a fumarse un pitillo. De vez en cuando, si el humo del cigarro no le dice nada nuevo, levanta la vista y se llena los ojos de cielo. Es entonces cuando el mundo está bien y la vida merece una buena calada (lástima del vocerío de dentro que, a ratos, le arruina el descanso). En Fageda, su amigote, no tarda en asomar por la calle. También él escapa de la mujer y de los hijos.

—Què fem?

—Bé, nano.

El Cisco le ofrece un pitillo del bolsillo de su camisa.

—Com estem?

—Ben drets!

Y se sienta a su lado. El Cisco le acerca el fuego que cabe en una cerilla y en Fageda, con el humo del tabaco, se toma lo que parece el primer aire del día:

—Quina feinada, tu!

—Jo?

—Dia més lleig, diantre!

—Que no tenim ulls a la cara?

—Prous.

—I avon els fiques, pocapena?

No responde. Se toma una calada del volumen de su caja torácica y resopla. «Brrrt». El Cisco, a propósito de su «brrrt», piensa en decir algo que se le escapa como el humo en el aire de la atardecida. El sol no tarda nada en recogerse últimamente, la verdá:

—Fa fosc.

—Pse.

No hablan nada más. Na Celia acaba apareciendo por la esquina de arriba con la intención de cruzarse la calle de punta a punta. En Fageda pone sus ojos en la mujer y deja que la lumbre del pitillo queme entre sus dedos. El Cisco, no. El Cisco se distrae con las llambordas del suelo y las volutas del humo sobre sus cabezas… Hasta que el contoneo impresionante de las caderas de na Celia pasa frente a ellos:

—Bona tarda.

—Bona tarda.

—Bon vespre. Adéu.

—Adéu, adéu.

—Adéu…

Y sigue su marcha cuesta abajo. El vuelo de la falda de na Celia deja ardiendo algunos secretos en la entraña oscura den Fageda. El Cisco los oye crepitar por lo bajo, mientras los pasos de la mujer se pierden a lo lejos. Na Celia, finalmente, tuerce la esquina que hay al cabo de la calle y el Cisco tira la colilla al suelo:

—I què?

En Fageda está maravillado.

—Quin tros de dona, mestre!

—Bah!

—Bah?

—No hi ha per tant!

—Caram!

—O!

—O?

El Cisco se encoge de hombros.

—Noi, què vols que't digui?

—Tot.

—Jo, com aquesta… i de millors!

—Au, va… Cisco!

—Calla, gamarús! Jo…

El Cisco baja la voz (más por la mujer que por la confidencia):

—Jo he tingut ocasió de jaure amb dones així i, noi, no és pas el que hom voldria.

—Què dius, ara?

—El que sents! Has sentit parlar mai de la bella Eulàlia?

—La vella Eulàlia?

—La mateixa. Doncs…

El Cisco le refiere su historia entre bisbiseos. Al parecer, conoció a la vieja siendo él joven, durante unas jornadas de protesta obrera. Él huía de los porrazos que se daban en la calle y ella, que lo halló solito y en apuros, lo acogió en el recibidor de su casa. Se entendieron, como era natural, al momento. Luego supo que la bella Eulàlia era una mujer casada y que su marido, el Calçasses, era un pobre diablo que se pasaba la vida en alta mar, pescando. En aquella ocasión, había partido a los lejanos mares del norte para dar caza a ballenas y/o morsas: «animals de molt greix, tots dos». El Cisco aprovechó su ausencia repetidamente para meterse en su cama de matrimonio con su mujer, que le dejaba la puerta de la calle abierta cada noche: «Així, vam estar-nos (si fa, no fa) tot un mes». El Cisco no pudo seguir con ella por más tiempo. Se le van, sin embargo, los ojos a otra parte si se pone a recordar los días felices:

—Quins pits, noi…

—Molt grans?

—No només!

Confiesa que se puso malo en unas pocas noches. «Molt malalt, en serio». Llevaba cada día tantas ganas de tomarla que casi se mata a fuerza de quererla: «M'hi deixava la vida cada nit, nano». Y, al final, como era natural, acabó con su salud de hombre joven sin poder acabársela (a ella, la Eulàlia):

—No és bo una dona'xí, noi.

—I ara?

—Una dona d'aquestes te deixa sec. Sense suc. I t'hi poses malalt de voler-ne més, perquè'n vols més i no hi pots. Arriba un punt que no't queda ni gota i la dona segueix sencera, com al principi, saps?

En Fageda siente que él podría con na Celia.

—Me recordo'ncara de la nit que no vaig poder passar de la porta…

—Què?

—C'ho vaig comprendre.

—El què, mestre?

—Si jo fóra'l pobre diable, haguera marxat més lluny…!

Los glaciares helados se derraman blancos sobre las llambordas de la calle, a sus pies. Hasta donde alcanza la vista de los dos hombres, un páramo de nieve se extiende bajo el cielo más nocturno. Las estrellas del polo son demasiado frías para la morsa del ártico y el Cisco siente un escalofrío solitario cada vez que recuerda las tetas de la bella Eulàlia, aunque esto, en Fageda, no puede comprenderlo todavía.