Noches en Poderna

El miedo del Pauet

en la mirada perdida de un crío entre las paredes altas de un callejón. Al final d'escanyacans, hay tres escalones de piedra antigua que bajan al corredor de las moscas. El Pauet no se atreve a pasar solo. Es un pasillo lóbrego, donde el silencio se le antoja cargado de voces rotas. Tendría que asomarse a mirar. Si de verdá quiere atajar por allí, al menos tendría que intentarlo, pero el Pauet, antes de nada, busca detrás, por si alguien viene a por él. Ha oído decir que, a veces, los niños desaparecen detrás de las puertas de algunas casas, pero peor sería encontrarse con algo, y no con alguien, viniendo a su encuentro. De camino a la esquina que junta escanyacans con el corredor de las moscas, ha visto casuchas muy viejas, que están como abandonadas, que podrían cobijar los huesecitos de un niño como él en el suelo de la cocina. Y, en las ventanas, si los cristales estaban rotos, ha notado la mirada de aquellos que han tenido una vida de muerte miserable. Por sórdida, por pobre o por solitaria, que tanto da. El Pauet tiene la piel del cogote helada. A ras de suelo, ha descubierto algunos agujeros con barrotes que servían a los sótanos para exhalar su aliento de mazmorra. No ha querido saber nada de sus cuentos de negrura. Le ha preocupado mucho más la puerta pequeña de cierto muro d'escanyacans. No era para las personas mayores, desde luego. Es más, si un niño como él quisiera cruzarla, tendría que agacharse para no darse en la cabezota. Parece, más bien, la entrada a una pocilga. O algo peor. El Pauet siente en las sienes el peso de un cubo lleno de tripas de cerdo. Hay lombrices revolviéndose en su caldo caliente. El crío ha oído historias de un gusano que crece en el interior de la barriga de los hombres. Sabe que hay que ponerle leche en un cazo para que salga de dentro del cuerpo. La puerta pequeña, sin embargo, guarda algo mucho peor en sus entrañas. Por eso, el Pauet, que sigue parado frente al corredor de las moscas, no deja de mirar a su espalda. La historia del hombre que daba de comer trozos de personas a los cerdos se la escucharon decir al ciego de los romances, en la plaza mayor. Venía escrita en un pliego de cordel del Josepus. El Pauet no olvida el dibujo de líneas negras y apretadas del impreso. Era horrible. Más horroroso sería, sin embargo, que se abriera la puerta pequeña por accidente y los cerdos que comen carne de hombre bajaran trotando por el callejón, directamente a por él. Siempre ha sabido que no se les puede dejar oler la sangre y, mucho menos, probarla. Si no se lo dijo su abuelo de pequeñito, se lo ha dicho hace poco la abuela del Pablito, que se crió en una casita de campo y lo sabe de primera mano. No lo recuerda bien, pero hubo un niño, en algún sitio, al que se le comieron las dos orejas. Era un pobre idiota al que se le caían las babas de la boca. El Pauet tiene pena por el infeliz, además de asco. Si le imagina los muñones en la cabeza, las orejas arrancadas a mordiscos y las babas resbalándole por la barbilla, el asco le puede a la pena. Pero no hay cerdos detrás de la puerta pequeña, sino algo muchísimo peor. Los marranos son ruïdosos. Los habría oído. Si no están masticando, están gruñendo o tropezando con las cosas que se ponen en su camino y, al pasar junto a la puerta de la pocilga, no había sino silencio. Las arañas no hacen ruïdo al andar. El Pauet las ha visto trepar por su pierna alguna que otra vez y no emiten ningún sonido. El hombre que daba de comer trozos de personas a los cerdos tiene que estar cebando ahora a un monstruo peludo con carne de niño, que es mucho más tierna. Las arañas no pueden triturar los huesos de los mayores. Son demasiado duros. Ellas atrapan a sus presas con las patas delanteras, les inoculan un veneno muy fuerte en el espinazo y las dejan tiesecitas como un muñeco de palo. Luego viene cuando las envuelven en un capullo de seda y, estando aún vivas, les inyectan los jugos gástricos dentro del cuerpo, para poder devorarlas a su gusto. No tienen dientes. No los necesitan. El Pauet siente que no podría escapar de la araña gigante que hay detrás de la puerta de la antigua pocilga. Aunque él corre mucho, el monstruo tiene cuatro pares de patas (cuatro por dos son ocho) y dos brazos (en clase los llaman «pedipalpos», pero son como brazos, para cogerle). Si nadie la dejase salir de vez en cuando, la araña gigante acabaría aprendiendo a descorrer el pestillo suavemente. Después de beberse hasta los huesos de su amo, aguardaría todo el día en su guarida, al acecho de un niño solitario como él. Lo dejaría pasar tranquilamente y, después, en absoluto silencio, saldría tras sus pasos, para darle caza. El Pauet la busca. No la ve venir, pero es como si la viera llegar por el callejón a plena luz del día: sus patas se mueven a gran velocidad y no hay vestigios de calor, sino hambre, en sus ojillos de araña. Es enorme, mayor de lo que esperaba. Ocupa todo el ancho de la calle y, como sus hermanas más pequeñas, no emite ningún sonido al desplazarse. Está perdido. Si la araña gigante no estaba dormida cuando ha pasado junto a la antigua puerta de la pocilga, el Pauet no tiene donde esconderse. Y, por más que grite, no parece que nadie viva allí para escucharle. El corredor de las moscas está mucho más oscuro que antes,