Noches en Poderna

El Carles y la supervivencia del Galemys pyrenaicus (caroli o no)

nada por más que busque. Hace días que el morro le dice que no se trata del Galemys pyrenaicus de manual. Ha descubierto algunos indicios que sustentan la existencia de un nuevo taxón. Si pudiera hacerse con un ejemplar, tendría en sus manos el holotipo que le permitiría describir una nueva subespecie en la región. Le tiene pensado un nombre: el Galemys pyrenaicus caroli, por Carolus, que es el latín de Carles, pero no tenía pensado andar tan abajo en ningún caso. Allí no hay nada que hacer. Hay brillos oleosos en el agua del río. El Carles se detiene y busca un poco más allá de la orilla. Aunque por unos metros, ha dejado atrás el desagüe del lavadero. A partir de aquel punto, el jabón de las coladas se mezcla con la corriente, como si cupiera al río ocuparse de la porquería de nadie, y el desmán no se encuentra. La presencia del Galemys pyrenaicus, caroli o no, está siempre asociada a un agua dulce, limpia y sana. Los vertidos de la ciudad deterioran seriamente la calidad del caudal del río. La prueba está en que el desmán no asoma por allí. No soporta la suciedad de terceros. El Carles corrobora, otro día más, que el conocimiento de una especie concreta, caroli o no, redunda en el conocimiento del medio que habita y el medio del desmán, que es el suyo propio, está próximo al desastre. Levanta la vista del fondo del lecho fluvial y mira el perfil altivo de la vieja Poderna. Las casas, allí, están apretadas unas contra otras, como en afán de agotar el espacio, y se agolpan bruscamente sobre el barranco. No van más allá. El accidente es grande y la caída, suficiente para retenerlas en la margen oriental del río. El Carles observa el columbario de ventanas que se asoman al precipicio. Hay una multitud de balcones, tejados y chimeneas. Hay tres o cuatro pisos por edificio. Hay cuatro o cinco habitaciones por vivienda. Hay una pareja en cada hogar, quizá una vieja largo tiempo viuda en el rincón, y varios niños que querrán su propio techo, para sus propios críos, a quince años vista. El Carles huele el hacinamiento de las gentes y se apena por causa de los pensamientos que le vuelven a la cabeza otro día más. El exceso de vida es una amenaza para la vida en su conjunto. Siendo que la depredación es connatural al hombre como a cualquier otra bestia, el solo número de los hombres pone en peligro a todas las otras formas de vida con su sola supervivencia. Basta con recordar qué se hizo de la antigua dehesa, vestigio de un bosque anterior, primitivo, en el extremo meridional de la población. El Carles la busca en vano, río abajo. Fue arrasada para erigir, en su caro suelo, cien casas más porque el hombre se multiplica sin descanso y todas las criaturas bajo el cielo necesitan un cobijo. También el Quercus ilex, piensa el Carles, quiere su pedazo de tierra, así como el herrerillo que la habita o la miríada de hormigas que suben por su tronco. El Carles entiende que no valen más mil Homo sapiens que mil Quercus ilex, y no se trata de poner a nadie en la balanza, pero la encina renueva el aire y el hombre, simplemente, lo agota… El desastre es inminente. El hombre se contenta con los cuentos que se viene contando desde tiempos inmemoriales y se envanece de poseer una serie de rasgos que lo hacen diferente a los demás. Y lo es, en efecto. También el Sus scrofa es distinto del Streptococcus pyogenes en mucho. Lo peor del caso, al parecer del Carles, es que este ponerse por encima del orden natural de las cosas permite al hombre depredar su medio monstruosamente, sin reparo, cuando el medio es finito y su equilibrio, delicado. Piensa, por ejemplo, en el hábitat del Galemys pyrenaicus, caroli o no, que baja sucio de jabón. El Carles vuelve tras sus pasos. Ve a una mujer en un terrado. Está tendiendo la ropa. Pone telas blancas contra el cielo azul. La mañana es limpia y clara. El mundo, rotundo y hermoso. El Carles se lo mira todo un rato, en la distancia. Tiene claro que, si el medio se acaba, se acaba el medio y se acaba el hombre. El diagnóstico, por tanto, es firme. Si un médico detecta la gangrena a tiempo, amputa sin contemplaciones. La totalidad de la vida va por delante de la parte infectada. Urge alguna forma de despoblación. En más de una ocasión, ha dejado por escrito que «estamos a tiempo de ser crueles» porque, si no se ataja el daño ahora, el daño, después, será total y definitivo, pero le sigue costando horrores albergar ideas que desemboquen en el sacrificio, por no hablar de matanza, de un grupo de personas. Es su aprecio por la vida, precisamente, el que le empuja a considerar todas las opciones. La eugenesia, por ejemplo. Quizá valdría con impedirle a la mayoría de la población que se reproduzca, aunque mejor sería que nadie tuviera que impedirle nada a ningún otro y que cada uno, en su propio convencimiento del daño que le hace a la naturaleza con su sola supervivencia, se abstuviera de multiplicarse. Piensa, a menudo, en escribir parábolas sencillas al respecto. Quisiera que fueran prendiendo de una conciencia a otra y que, en cincuenta años, quizá cien, las encinas retomaran la dehesa donde la dejaron, pero, mirando a la mujer que tiende la ropa en el terrado, no puede ver más que a todas las mujeres que mañana morirán gangrenadas sin remedio, sin solución, sin fin.