Noches en Poderna

Vida del salvaje Roc V

Antes había estado allí con una tal Carla, Camila o Carola. Lo recuerda bien, por las pecas en las tetas. Era de un rojo encendido y se ofrecía con gusto, la lengua muy jugosa y tierna fuera de la boca. Tuvieron que salir del local entre empujones y risas. Estotra Tere o Tecla, quién sabe qué, es una chavala más cerrada. De pelo negro y liso, no se ha tomado ni media taza de chocolate:

—Que'stà tot pagat, dona.

—Ja.

Antes la ha llevado a bailar al casino, sin mucho entusiasmo por su parte, y antes han paseado un rato juntos por el casco antiguo, sin decirse gran cosa. Es bonita, así, tan hermética como se ve, y el Roc, esta tarde, se contenta con poco.

—Marxem?

—Vale.

Piensa en meterla en cualquier portal, por cambiar unos besos, pero se barrunta que no va a ser. Luego piensa en llevarla más lejos, a la umbría del jardín de las beguinas, donde las flores perfumadas y el embrujo del mirto, para desenmarañar la azul melancolía de la tal Tecla o Tere. El Roc intuye que hay, en el fondo de aquella criatura, una tormenta de pasión que pugna por desatarse. Es como si oyera tronar muy bajito cuando la mira a la cara. Ella baja los ojos. Diría que sonríe. De esto, el Roc, infiere el furor que se contiene en su pecho, cosa linda y delicada, por menuda, pero la empresa, cualquier forma de trato carnal, se le antoja ardua; la meta, remota; y la senda va cuesta arriba… Entonces se le ocurre que debería empezar por abrir todas las ventanas. Quiere regalarle un trapo bonito, de mucho color, para romper con la negrura que rige en su persona. Antes ya le había comprado un pañuelo señorón a una tal Rita, muy digna ella, y pechugona. Se supo tan señora con su hombre del brazo y su pañolón al cuello que se dejó hacer de-to-do en un cuarto caliente que el Roc pagó, a la postre, muy gustoso. En aquel otro caso, sin embargo, no caben los excesos. Sin ir a ninguna parte, van camino del jardín. Se cogen de la mano al cruzar la plaza del Pou y no dicen nada, siguen muy callados, aunque el Roc no se pone de acuerdo: si la tal Tere o Tecla quiere ir de negro, que vaya de negro. Y, si no quiere abrir, que deje cerrado, que él se espera fuera. Lo prueba, de todos modos, con los figurones del portal de los Aimerich. Esto mismo ya lo había probado antes con una tal Nati. La llevó a una callejuela que pasa junto a la mole de la iglesia y, señalando a las alturas, le soltó:

—Veus allò?

—El diable?

—L'he fet jo.

Porque el Roc le cuenta a las chavalas que trabaja la piedra y que se gana bien la vida. Luego, si se tercia, les muestra la palma de su mano buena, endurecida y grande de tratar la roca, y les pide que pongan la suya encima, para impresionarlas con su tamaño. Después aprieta un poco, con suavidad. El Roc está verdaderamente fuerte. A la Nati, que recuerde, llegó a estremecerla:

—Quina força, noi.

—Veritat?

La Nati era una chavala muy maja y sencilla que se dejaba tocar por debajo de la camisa. Estuvieron correteando por los lavaderos municipales, parándose en los rincones y tropezando en las escaleras. El Roc recuerda que la Nati besaba muy dulce. Si no lo dijo ella, él ha dado por bueno que los besos de la Nati eran dulces porque ya estaban dados y no volverían a ser. Tuvo su sabor en la boca durante una semana. Picando piedra, pensó en ella. Llegó a pensar, de hecho, en pasarse a verla otra vez, por sacarla de paseo e invitarla a tomar algo. Por charlar, no más. Pero entonces se topó por accidente con aquellotra Carmeta o Cayetana que dejaba sueltas las tetas bajo la blusa:

—Tere…

—Que no.

—Eh?

Hablando de tetas, la tal Rita también parecía una chavala tetona con todo el perifollo puesto encima. Después, cuando se deshizo de los trapos que la cubrían, quedó en menos de lo que parecía, pero aquello, al Roc, no le importó demasiado: se dejó hacer de-to-do y fueron tantas las cosas que hicieron juntos, que quiso repetir algunas, por no recordarlas apenas, y aún probar otras que traía pensadas de nuevo, así que se fue para su casa a proponerle de volver al hostal, una tarde, cuando vaya bien, y la Rita, con la luz del día, le tiró el pañolón a la cabeza:

—Prô vostè què s'ha cregut?! Que jo sóc una se-nyo-ra!

En aquella hora triste, el Roc quiso no acordarse de otra mujer. Más tarde, pensó en regalarle el pañuelo a la Nati de los besos dulces. Quería ofrecérselo sin otra intención que hacerla feliz. Por verla, nada más. La Nati, en el fondo, le gustaba de verdá. Era buena gente. Un poco canija, pero muy viva. Luego mira un momento a la muchacha que lleva del brazo, no menos magra, y le suelta, desganado:

—Allò d'allà ho he fet jo.

—Aquella salvatgina?

—No t'agrada?

—M'havien dit qu'eres picapedrer.

Y lo es. El Roc se desencanta un segundo: él sabe que no sabe cincelar y que ninguna de aquellas chavalas le van a valer al final, por más que lo intente… Si acaso se dejara, alguna podría llegar a enamorarlo, está claro, pero no puede ser, en verdá, porque el Roc no tiene intención de volver a pasar por allí, aunque, yendo del brazo de aquella muchacha, vuelve a torcer por la calle de la tenería, en dirección al antiguo matadero, como ha hecho antes con la Carla y la Camila y la Carol y la Cayetana y la Carmeta y la Tere y la Tecla…

—Em dic Tania, per cert.

—Ja.

…y la Rita y también la Nati, que recuerde. El Roc baja desilusionado por el empedrado d'adroguers como si no hubiera otro camino hasta la umbría del jardín de las beguinas. Pasa de nuevo por calderers y cruza frente a la ventana que da al patio de los naranjos, por mirar dentro, por si se ve algo.