Vida del salvaje Roc I
Cada mañana, de camino a la cantera, el Roc baja el trecho embarrado d'adroguers. Pasa por calderers de mala gana y cruza frente a la ventana que da al patio de los naranjos. La ventana que da al patio de los naranjos está sin reja y suele tener las cortinas abiertas a la luz de la amanecida. El Roc, si va solo, se para a mirar dentro, por si se ve algo. Hay días en que ella está allí, a sus cosas, y esto, al Roc, le salva la jornada de trabajo. Si la ve un momento, aunque sea de pasada, sigue su vía tan feliz. Entonces suele canturrear, distraído:
Als set anys, rodava'l torn
i, als vuit, ja cardava llana.
Als nou, em vaig decantar
i em doní a la vida mala.
Son cancioncillas de antiguo que les tarareaba su madre antes de acostarlos. El Roc las sabe todas de chiquito. Recuerda bien el embrujo que había en las tonadas, que no te dejaba salir si te atrapaba el alma. Era llegar a la cola, sabiéndole el fin a la canción, y la cabeza, que se te precipitaba otra vez al principio… Luego estaban las voces aquellas, que iban de seguido y estaban dichas como por encima. Nunca les echaron mucha cuenta, la verdá, porque algunas les fueron siempre extrañas, como aquellotra que dice…
Ja me'n vaig al camí ral
a robar la gent que passa.
Passaven molts traginers
i gent c'a la fira'nava.
Pero su madre ya no les canta. Ni los acuesta por la noche. Como mucho les pone un plato en la mesa para cenar y los manda a todos para la cama, a voces… «que'm teniu farta!». Su madre anda muy cansada, la pobre. Está como vieja y es normal, piensa el Roc, porque está cerca de serlo: suma más de treinta y un años en la vida. El Roc se detiene en el patio de los naranjos. Hoy está decidido a declararse a la niña de la ventana. No hace mucho, tampoco, que la encontró de rodillas en su cuarto, frente a una cruz de madera clavada en la pared. Fue la primera vez que se vieron. Él estaba asomado al interior de la habitación, buscando a ver qué había, y ella, como si notara su mirada en el cogote, volvió el rostro y puso sus grandes ojos negros en su cara de niño bobo. Bobo, más que nada, por haberse enamorado perdidamente de aquella niña sin saber qué cosa, bien-bien, es el amor. El Roc no se lo piensa más: llama a la ventana. Luego mira dentro. La niña está sacando ropa blanca del armario. Sin mediar palabra, pregunta «qué» y el Roc le hace «vine, vine» con la mano. La niña se acerca y abre la ventana y el Roc empieza, muy decidido, «jo sé que treballar no't treu de treballar i, per més c'un s'hi posi, a treballar, no te treuràs mai de treballar perquè, lo qu'és treballant, no se surt de pobre».
—Pero qué dices, chavalote?
—Bueno, bé, jo no sóc ben bé un home, encara, prô tinc lo meu treballat a la pedra i, an allà, hi ha tot d'homes grans que s'han fet grans tot treballant la pedra perquè… Saps la muntanya d'allà, no? Doncs l'han buidada ells a cops de mall i jo, bueno, te volia demanar de núvia abans no fóra massa tard.
—No.
—Prô si jo t'estimo…
—Y yo quiero a otro más alto.
—Quin altre?
—Y a ti qué te importa?
—Bueno, bueno, prô pensa que jo hi tinc pensada una molt gran i que't treuria an a tu d'aquí, si és que vols venir amb
—No.
—No?
—No.
—Val. Prô pensa que jo't volia dur lluny, molt lluny d'aquí, i que no hauríem de treballar mai més a la vida.
—No?
—No, no, no. I pensa també c'aniríem a cavall, dona, perquè't duré a cavall, no't pensis, fora d'aquest lloc, que jo tinc establert per mi que vindré un dia, t'ho juro-t'ho juro, a buscar-te dalt d'un cavall ben gran perquè qualsevol home dalt d'un cavall és més home, oi?
—Sí.
—Clar.
—Me llamo Catarina.
—Bé. Bueno, a mi… Me diuen Roc.
Luego se despide con un toque de gorra sencillamente rocoso. Se marcha al trabajo. Toma por la calle de la muralla y considera, por primera vez en su corta vida, el tamaño y la fuerza de un caballo. Bien miradas, son bestias poderosas y temibles. El Roc se encoge un poco de hombros a medida que se aproxima a la plaza mayor. Va con las manos en los bolsillos. Pasa cabizbajo junto a la gente. Ni hola, ni adéu, ni nada. Sale por la puerta de la muralla y sigue cuesta arriba, entre los pinos de todos los días. Las avecillas, de buena mañana, suelen estarse alegres y el Roc, qué remedio, se vuelve a la cantera a cargar piedrotes gordos como su cabezota. Es lo que suelen llamarle los picapedreros: cabezota, cabezón, cabezorro… y, en ocasiones especiales, cabestro mayor. Hoy, sin embargo, la ha visto y han hablado y el Roc, si la ve un momento, aunque sea de pasada, sigue su vía tan feliz. Entonces canturrea, distraído:
Amb els diners qu'he robat,cap a l'hostal me n'anava
a menjar, beure i jugar
i fer vida regalada.