Noches en Poderna

Las lentejas de la Immaculada

La Immaculada quiere y no quiere tener hijos. Si pierde la cuenta de las lentejas que lleva cribadas, quiere dos niños rubios y gordos como un pan de pagès. Si repara en el número de los granos podridos, no los quiere ni ver: ni a los dos tragones, ni a la niña preciosa que acabará por entrar un día en casa sin que nadie la llame. Lo sabe bien. Y lo sabe bien porque lo tiene todo soñado, cada niño y cada nombre, pero sabe, y muy bien, que la mancha va siempre con ella y con los suyos. Ha tratado de explicárselo a su hombre, el Bernat, pero no ha encontrado la manera de hacerlo, ni tampoco el momento… Las palabras no son su fuerte, y menos aun cuando quedan dichas. Además, todo el asunto de la mancha no es algo que tenga hablado con nadie. A su propia madre sólo le oyó hablar aquello de que era «quelcom que taca les dones de la nostra sang i no podem fer-hi res». La Immaculada asumió con naturalidad el resignarse ante lo que viene dado y no se puede discutir: «són faves contades, filla». Y aprendió pronto, siendo muy niña, que los hombres tenían poco o nada que hacer frente a ciertas adversidades, salvo agachar la cabeza y seguir adelante mientras se pueda, y ella, que quiere y no quiere tener hijos, podría vivir sobre su desgracia de no ser por el vivísimo deseo de su hombre. Desque la tomara por esposa que habla con alegría de los niños que están por venir. Habla del Pere encaramándose a la silla para subirse después a la mesa, «guaita que's trencarà el cap», y habla de los juguetes del Jaume como si ya estuvieran desparramados por el suelo del comedor: «ja veuràs, però, quin escampall fotrà!». Es tanta su felicidad que lo suelta así, sin más. De repente, va y dice: «Quins farts de riure que ens farem, dona!» o «Què feliços que arribarem a ser tu i jo…» como si no cupiera la felicidad en el momento de decirlo. La Immaculada cuenta el número de las lentejas negras una vez más. Repite el nombre de cada cifra en voz baja: «un, dos, tres, quatre, cinc, sis, set, vuit, nou, deu, onze, dotze, tretze, catorze, quinze, setze, disset, divuit, dinou, vint, vint-i-un, vint-i-dos, vint-i-tres, vint-i-quatre, vint-i-cinc» y, al veinticinco, sigue la suma de sus años en el mundo, siete de mujer casada, que está por parir. Sus vecinas, las muy viejas, le refieren remedios caseros, la receta de algunas hierbas pequeñas del bosque, y le aconsejan que es bueno quererse a menudo «amb ton home», que el amor y la vida son cosas muy bonitas como para andarse todo el tiempo entre penas y angustias. La Immaculada sabe que saben que su madre murió de aquello como antes su abuela y antes la madre de la madre de su madre… Sus vecinas, en tanto que viejas, conocen la mancha desde antes de que naciera. Vieron morir a sus mayores. Las vieron consumirse y las vieron agonizar y no querrían volver a verlo en la figura fresca de la Immaculada, pero cada vez que la tratan, la consuelan. No saben otra cosa. Es una forma de pésame cariñoso y afable que la Immaculada no puede reprocharles porque ha crecido a la sombra de una muerte sucia y cruel que ha de arrancarle un día la voz, la vida y el nombre. Si nunca se opuso, fue de cría. Recuerda haber luchado con los puños cerrados. Se encaraba a sus mayores y lo negaba con fiereza. Lloraba de rabia, que no de temor, y se resistía a aceptarlo, sobre todo al principio de enterarse, pero acabó por tolerarlo… Con los años, aprendió a convivir con aquello. Asumió que se trataba de un accidente del día de mañana, algo que tenía que sucederle más adelante y de lo que no valía la pena preocuparse todavía. Luego pudo verlo pasar sobre su madre y supo que quería y no quería tener hijos. Supo que estaba en su mano dejar de darle carne mortal a la mancha monstruosa, así que agrupa las legumbres malas en grupos de cinco y piensa en poner el agua a calentar, pero antes considera los años de su vida, la luz de algunas mañanas, las sonrisas que nadie pide, y se pregunta si merece la pena. Después de todo, ella no conoce otra cosa. Además, siempre que se figura una criatura de su misma sangre en el regazo, siente repugnancia del sacrificio que ofrece. La sola idea le causa aversión. Pesan más su inocencia y desamparo que un puñado de ratos buenos, aunque toda una vida se puede cifrar en algunos ratos buenos y la Immaculada cuenta al menos cuatro en los últimos siete años. Cuatro de siete. Seis grupos de lentejas negras y un cazo listo para ponerlo al fuego. Son veintisiete en total. Seis por cinco, más dos. Una más que sus años, como en una premonición. No. Son treinta. Seis por cinco son treinta. Treinta y dos lentejas negras. Cuatro años menos que su madre cuando murió. Diez menos que ella, ahora. Puede que viva seis años más. Puede que acumule otros cuatro ratos más. Serían ocho o nueve ratos buenos en total. Casi dos manos enteras a cambio. Puede que merezca la pena. Se había prometido enterrar la mancha consigo, arrastrarla al hastío de la tumba, pero su hombre se ha empeñado en enseñarle los días que están por venir y parecen plenos de dicha y bondad, a su decir: «Pere, Jaume i Marieta, que tres són prou canalla, me penso». No. No son treinta y dos, que son veintisiete. Veintisiete años en total. Cinco grupos de cinco más otras dos. Seis grupos de lentejas, veintisiete años. Un año más de vida. Quizá dé para cinco buenos ratos, al final, si la dolencia despierta muy al tarde. No cabrían ni el Jaume, ni la Marieta. El Pere, solamente y solo. La Immaculada echa un vistazo al cazo y hurga entre las semillas. Si no fueran tan miserables, esta y aquella lenteja no las pondría al fuego. Veintinueve. Le cabe el Jaume. Ni esta tampoco. Treinta. Hay más. Si busca, si se entretiene, le salen treinta y cuatro o treinta y cinco. Puede apartar alguna que esté partida, que apenas alimentan. Luego, si considera sus casi dos manos de ratos buenos, y es una estimación a la baja teniendo en cuenta el nacimiento de tres hijos, puede sumar otras dos manos de buenos ratos por cada uno de sus niños y le salen treinta dedos más. Treinta y sus diez, cuarenta. Ya son más que años de vida. Es más, si le añade los diez del Bernat, que también suma, le devuelve cerca de cincuenta buenos ratos a cambio de un sacrificio, el suyo. No ignora, porque no puede, que la mancha iba a acabar exigiéndole la vida de la Marieta, pero esa decisión, la Immaculada, no puede tomarla en su lugar. Es algo que la niña tendrá que dirimir llegado el momento con sus propias lentejas. Se levanta y prende el fuego de la cocina. Siente un dulce hormigueo en los dedos. Piensa una vez más en la niña. Se figura el dolor propio y recuerda el dolor de la hija frente al dolor de la madre. Piensa que podría convencer al Bernat de cambiar su Marieta por una de esas criaturitas que amanecen abandonadas a las puertas de las beguinas y acaban metidas a putas o a monjas: «Pobretes, oi?». Pela unas patatas y una cebolla alicaída y triste. Tampoco nadie le dice si el Pere vendrá antes o después de la Marieta. No sabrá nunca si serán un Pere y un Jaume o si serán una Mariona y una Montserrada. Eso serían dos manchas más. Tres en total. Y las hijas del Pere, qué? O las hijas de los hijos de sus hijos… Cuántas, al fin? Si mira tan abajo, le da como un pellizco en la barriga… Deja estar el cuchillo y deja hervir el agua. Son demasiadas noches en vela y su hombre, el Bernat, que no sabe nada, replicaría que quiere una hija que sea suya porque «per què quedar-nos amb un'altra que no sia la nostra?». A la Immaculada le gustaría responderle con los últimos meses de vida de su madre. Con el aire de aquel cuarto cerrado, en silencio. Querría explicarle que la enfermedad es una forma de crimen contra la vida, pero las palabras no son su fuerte, y menos aun cuando quedan dichas. Recuerda, no obstante, la acometida de la mancha sobre su madre y sus bienes. Fue un atropello. Una tropelía. Un castigo que no es posible ganarse y que no se palia con paños calientes. Recuerda bien el paso de las horas. Cómo se le crecía aquel grito de vida en el pecho. Se fue formando sobre la agonía de su madre. Se levantó frente al lecho de muerte y estalló en una tarde de luto, al cruzarse con aquel chico de nombre Bernat en la calle. Nunca antes había reparado en él, ni lo volvería a hacer, pero era tan joven y estaba tan harta del duelo que escaparon de la mano al antiguo jardín de las beguinas. Aquel fue uno de esos buenos ratos por los que merece la pena vivir. Luego adelantaron la primavera y celebraron la vida por las esquinas más tenebrosas del barrio. Era su forma de desafiar a la sangre de sus madres. A la suya propia. Echa la cebolla a la olla y lo remueve todo, para que ligue con el agua. Después echa las patatas a dados y después, las lentejas. Todas menos treinta y siete, juntando las cuatro mitades. Piensa que podría ponerle un par de zanahorias al potaje, por darle algo de color, y las pela y las corta en tacos. Si se lo calló todo al Bernat, si no le dijo nada cuando la tenía entre los brazos, fue por tenerlo a su lado. Él trempaba mucho de alegría y ella tenía que tomar una decisión por su cuenta. Vivía. Vivía y quería vivir y el Bernat es un buen hombre. Lo hubiese entendido. Lo entendería. Lo tiene que entender. Si le dice nunca que está manchada, el cabreo le iba a durar poco más de un día: «hòsti, tu, ja ho podries haver dit això». A fin de cuentas, a las niñitas abandonadas de las beguinas no se les puede poner mala cara. Echa la zanahoria y lo remueve todo un poco más. Si se mezclan bien los días del padre Bernat con los de la Marieta abandonada, acaban ligando igual que si fuese una Marieta de tu propia sangre. Está claro. Tapa la olla y se sienta a esperar. Va a ser que sí,