Noches en Poderna

El miedo del Pablito

las manos de su madre, rojas de frío. Están mojadas del agua sucia del barreño, donde ha echado las tripas y la vida de la anguila. Pero aquello no es un pez. Le han dicho en clase que sí, que no es una serpiente, pero no hay más que verla, larga y escurridiza como una culebra de río. Poco le importa al Pablito si los reptiles no tienen branquias. Él le ha visto al bicho una aleta diminuta que no sirve para nadar. Si es verdá que unos animales salen de otros, la anguila parece que viene más de una serpiente que de un pez. Nada como una culebrilla echada al agua mucho tiempo, sólo que no ha tenido tiempo de criar las aletas todavía y se mueve como cuando iba por el suelo. Igual, igual. Él las ha cogido en la riera, pero su madre no lo sabe. Su madre, todo aquello, ni se lo imagina. Si lo supiera, si esto lo supieran en las casas, las madres le echarían mucho más ajo y pimentón al guiso. Harían lo posible por matarle el sabor a la carne. O no la cocinarían, directamente. La mujer que es su madre ahora agarra bien fuerte el pescado, sin embargo. Luego coge el cuchillo y le corta el cuello (si cuello tiene) de un tajo. ¡TAC! Es un golpe seco en la madera que le duele a la madera y al pescuezo del Pablito. No corre la sangre. Está toda perdida en el barreño y en las manos frías de su madre. El Pablito no puede dejar de mirar. Sobre la mesa de la cocina, se derrama un asco maloliente y sucio. Son como unas babas que le van saliendo del cuerpo a la anguila y el Pablito, buscando la raspa de la serpiente, se acuerda del gato de la gavatxa, que se llama Foguet y anda todo el día suelto por ahí. Los gatos comen ratones, raspas de pescado y culebrillas. Él lo ha visto. El Foguet se lamería los bigotes después de zamparse las tripas crudas de la anguila. Podría llevárselas envueltas en un papel. Se pringaría todas las manos de babas por el camino, pero se iba a ganar la simpatía del Foguet, que no es poca cosa. Aquella bestezuela merodea las calles que desembocan en la plaza del caracol. El Pablito pasa por sus dominios cada mañana para ir al cole y tiene oído que la gavatxa, su dueña, es una mala bruja. El gato, de hecho, tiene el pelaje negro (no se sabe si por causa del hollín o de la noche) y los ojos verdes de un demonio del averno porque, en verdá, los gatos de las brujas son todos unos diablos. Su madre no tiene gatos, pero tiene, sin embargo, las mismas manos de la gavatxa. Hace un rato, cuando estaba en la calle y la mala bruja venía a su encuentro, le ha visto las manos rojas de frío por encima del luto riguroso. Iban seis ó siete gatos con ella (al menos, al menos, el Foguet, el Rebrollet, el Trinquet y el Costallonch). El Pablito no olvida que ha temido por su vida de niño pequeño. Ha oído decir algunas cosas de la casa de aquella mujeruca. Tiene una balsa oscura en el patio. Dicen que está llena de anguilas hambrientas. La historia cuenta que el agua de la balsa es tan negra que no se ve nada en su interior, pero que, si tiras una chinilla dentro, surge al momento un revoltijo de bocas del fondo. Un día, un niño se cayó al agua y se lo comieron las anguilas vivo. Dicen que sus huesos siguen sumergidos allí, con tantos otros, y dicen que fue la vieja quien llevó al niño a su casa a través de un engaño. Dicen que le había prometido unos dulces de leche y que, en lugar de darle nada, lo empujó al agua por la espalda. Porque esa es la manera que tiene la mala bruja de cebar a las bestias de su balsa y lo que el Pablito quisiera olvidar de inmediato es de dónde ha sacado su madre la anguila muerta que tiene entre las manos:

—Té, fillet.

Él la ha traído. La gavatxa se la ha dado en mano hace un ratillo, nada más. La idea le da mucho asco. Ha cargado con el paquetito de la mala bruja sabiendo lo que pasaba. Porque el Pablito sabía que los restos de aquel pobre niño descansaban en la carne de aquellos bichos asquerosos y su madre, ahora, los ha echado al fuego, en una perola. Porque, luego de guisarlos, se los pondrá en un plato. Ya casi es la hora de cenar. El Pablito tiene que preparar la mesa antes de que sea demasiado tarde.