Noches en Poderna

El Lluc y la luna larga

de la jornada laboral y se ha pasado todo el día sin ninguna gana de plegar. A última hora, cuando no le iban a decir nada por ponerse a pasar la escoba sobre el mucho serrín del suelo, ha cogido una silla vieja y ha comenzado a despiezarla. Ha sacado los clavos y ha visto las manchas de herrumbre en las puntas. Pero no hay rastro de la carcoma en la madera. El Lluc agarra el cepillo otra vez. El cepillo o alguna lija, cosa fina, para arañarle otra vida a la madera. Después, si le da una buena capita de barniz, será demasiado tarde. El viejo Joan Pere, que se ha puesto la gorrilla, ya se está marchando a casa:

—Què fem, avui? Que no n'has tingut prou, tu?

—No'ncara.

El Lluc no quiere otra noche de luna larga en la ventana. Antes se queda en el taller, bregando contra el paso del tiempo en los muebles. Comienza a cepillar una pata, de poco a poco. El jefe, por trabajar de más, no va a decirle nada tampoco:

—Qui t'ha de pagar això?

El Lluc sigue con otra pata, la segunda de cuatro, cuando oscurece del todo en la calle. Se ha quedado solo en el taller y hace rato que un mal pensamiento le viene royendo la sesera. O no tan malo, después de todo. En la panadería, dicen que l'Aneta sigue donde estaba. Que vive donde ha vivido toda la vida, que es donde el Lluc se meó la otra noche. Y la otra tarde, en ca la Lleonarda, hablaron de que estaba casada y de que no y el Lluc, por saberlo tan sólo, piensa en llamarla. Podría ir ahora mismo. Podría dejar de arreglar lo que no tiene arreglo y subirse a su balcón.

—Collons, que no.

La silla no dejará de ser vieja. La labor de sus manos no impedirá que sea vieja pasado mañana. O cuando quiera que suceda. Es vieja porque le toca serlo. Porque está metida en el tiempo, caray. Porque la vida, si uno se descuida, pasa de largo y, no queriendo perder la suya, el Lluc deja de pronto los bártulos sobre el banco de trabajo y se marcha de allí a toda hostia, pero, como no lo piensa, no va camino del hostal de la Lleonarda, tampoco. No se enmienda, sin embargo, al cruzar por adroguers y por un callejón que no merece nombre. No se acuerda, hasta que no se ha acordado, de la Montse y sus pajas. El Lluc sigue al frente, a lo suyo. Tuerce una esquina tras otra con un ojo puesto encima del hombro, pero no hay nadie tras él. Su sombra, si acaso. El hambre que le persigue de cerca, como un fantasma largamente penado:

—Si ara pugés…

—No pugis.

—Encara puc. Puc fer-ho.

—No ho facis.

El Lluc se mira otra vez la fachada de la casa de l'Aneta. Luego da un brinco y se cuelga de la barandilla del segundo piso. Pesan mucho, los años. Tiene que tirar con fuerza si no quiere precipitarse de espaldas al vacío. Tiene que subir antes de llamar a la puerta de su balcón. Tiene que hacerlo, ahora.

—No truquis.

—Només vull… de-ma-nar-li… u-u-na-co-sa…

—No ho facis.

—Encara no és massa tard.

Y da tres golpecitos en el cristal. Dentro está oscuro. Parece que no le han oído hablar. Parece que sigan dormidos, después de todo.

—No ho facis, Lluc.

Y el Lluc llama otra vez. Es sólo un momento, por preguntar.

—Li demano i marxo.

—No, Lluc.

Alguien, entonces, enciende la luz y el Lluc, descubierto en lo alto de un balcón, piensa que quizá es un poco tarde para despertar a nadie. Puede que pase de la medianoche, después de todo. Podría salir corriendo, todavía está a tiempo, pero se iba a hacer daño al bajar. Seguro que se dobla un tobillo. Con lo que pesa ahora mismo, lo mismo se parte una pierna al caer.

—Collons, que no.

Alguien, dentro, dice algo y el Lluc no sabe qué más pensar, la verdá.