La Joana y el teatro viejo
—Ho sents?
—Què passa?
—Això.
—Sí.
—Què és? Què pot ser?
—No ho sé. Semblen uns músics… al teatre vell?
—Vols dir, Pere?
—Sona per'llà, no?
—Sí, sí.
—Doncs, baixant per'llà…
—Ja sé on és, jo.
—Ja. És raro.
—Molt. Era tancat de fa molt temps, oi?
—Sí. Jo'l recordo sempre així.
—I jo.
La fachada del teatro viejo niega la memoria de los días felices, cuando las luces de los farolillos anunciaban el título de la función de la noche y las cortinas de terciopelo rojo recibían a las damas y a los caballeros de toda la ciudad. Se rió y se lloró mucho, ahí dentro. Nadie lo diría ahora mirando las ventanas tapiadas del edificio. El Pere no se puede quitar de la cabeza la puerta cerrada a fuerza de tablones y clavos que tiene vista desde niño. Luego recuerda, más alto:
—S'hi van cremar unes persones.
—Això no és veritat.
—Que sí, dona. Van morir unes senyores cremades, per'xò'l van tancar.
—Jo he sentit a dir que no, que s'hi va penjar l'amo del local perquè no podia pagar no sé qui i havia de tancar de totes, totes.
—No. S'hi va calar foc.
—Ja. I això com ho saps?
—M'ho va dir la meva mare.
—Ja. Doncs a mi, m'ho va dir l'avi quan era petitona.
—Calla.
—Què?
—Que vull escoltar-ho…
—Em sembla que fem tard, amor.
—Sí. Ja s'acaba…
Aquella música de espectros se desvanece en la noche sin más. Como ha llegado, se va y deja su timbre sordo en el aire quieto de la habitación. La Joana no lo soporta. No puede con el silencio que ha sembrado a su paso:
—Massa trista, per mi.
—No sé. A mi, m'ha semblada antiga, com d'un altre temps.
Y vuelven sobre su ausencia y yacen por separado. No hablan. No dicen nada hasta que los tañidos de la campana limpian las sombras de los tejados y dejan que la Joana salga a preguntar lo primero que le pasa por la cabeza:
—Quin'hora és ara?
—Deuen tocar les nou, penso.
—Tan d'hora i ja hem follat?
—Jo no'stic, dona.
—Ni jo.
—Eh?
—Que no'stic per festes, ara.
La Joana se revuelve sobre las sábanas y aparta de un tirón las cortinas que cuelgan sobre su cabeza. Quiere mirar fuera. Le da igual si está en tetas. Tiene que asomarse un momento a la calle. Se incorpora de un salto, abre la ventana y busca en las azoteas de enfrente. El Pere se echa a un lado, por dejarla hacer, y se tumba bocarriba en la cama, como si fuera a contar las sombras del techo. El cuarto entero está cargado de una penumbra de fastidio. El chaval no sabe qué hacerle. Se acaricia la punta del pene mientras le mira el culo a su prometida. Lo tiene a la altura de la boca. Podría tirarle un bocado. O podría lamerlo, sin avisar. No se ha corrido todavía y tendría que aliviarse como fuera, por no vérselas luego con el dolor de huevos, pero no siente que haya que aliviar nada, después de aquello. La desazón de la Joana, puesta por alguna razón en la ventana de su habitación, es ahora su desazón. El Pere se acaba preguntando si había sentido antes aquella música:
—I com és que no l'havíem sentida'bans?
—No ho sé…
—És raro, oi?
—Prou.
La Joana no encuentra la estampa del teatro en las otras casas. Lo ve, sin embargo, por dentro, como si ella estuviera presente en la sala, en algún punto de la platea. Está oscuro como la noche del mundo y, sin embargo, ve a los músicos en el escenario. Son dos muñecos de palo con los brazos y las cabezas de palo. No advierte los hilos que los mueven, pero, si sigue las notas de la música hacia arriba, intuye unas manos en la sombra y, si sigue más arriba, por encima de la figura del oscuro titiritero, la música la lleva al tiempo del antiguo palacete donde los poetas tejían la pena con los hilos de sus babas. Nadie la escucha. Los asientos están todos vacíos y la Joana se pregunta de dónde llueve esa agua venida de ninguna parte, esa agua negra, esa agua sin consonantes que ha mojado los corazones de los hombres y, a través de los hijos de sus hijos, las calles de la vieja Poderna, al anochecer.