Parlamento de los pechos de la bella Eulàlia
De bien seguro, habréis oído hablar de los pechos de la bella Eulàlia… ¡Son célebres en el lugar! ¿Pero qué sabréis vosotros, ahora! Ahí, donde la véis, arrancaba fuego a las piedras que la veían pasar… y yo que, con mirarla, la recuerdo… ¡Benditos mis ojos y bendita la memoria de aquellos días! ¡Oh, la Eulàlia! Miradla bien… ¡Qué viva la vida en ella, verdá? Si yo… O si ella… Estaba casada… Yo ya era un viejo reviejo, pero la Eulàlia estaba entonces casada con el Manel de les Anxoves, el Manel que decían el Calçasses y que pasaba por un hombre bueno y esforzado, que es lo que era, amén de un pobre diablo, pues no dejaba de viajar dejándola a ella sola y triste en casa. ¿Os imagináis? Día tras día, ¡sola y triste en casa…! Salía, es claro, al mercado. Iba con la cestilla a por huevos frescos y algo de verdura o paseaba por la plaza sin nada que hablar con las mujerucas en los bancos… Porque seguía sola y triste en casa. Ya entrado el nuevo año, recibió nuevas de su esposo que la ponían sobre aviso de su pronta llegada. Las noches, a partir de entonces, dejaron de ser frías para la Eulàlia, pues la muy bella no supo esperarse por más tiempo. Se dice que presentía ciertos abrazos en la oscuridad, y que eran amantísimos, o que se apretaba contra la almohada queriendo recordar el pulso ardoroso de su hombre… Buscaba con la mejilla, y esto lo he sabido yo después, el pecho grande y vasto den Manel, mientras imaginaba sus manazas entre las piernas, pero el hombre, aquel su hombre, no acababa nunca de caminar la distancia que los separaba —¡el muy desgraciado!— y el invierno insistía en morderle los pies a la Eulàlia y ella, la bella Eulàlia, mordía las sábanas y se revolvía y amanecía enfadada con la camisa, la colcha y aun el colchón! Se dice que miraba caer la escarcha por la ventana hasta que cantaba el gallo de la viuda. Se dice que se moría de aburrimiento, pues pasaron las semanas y el pueblo todo se echó a la calle a festejar las carnestolendas y la Eulàlia, como estaba el Manel sin venir, se puso de pechos en la ventana y chistó, aunque estuviera más bien triste, a las botargas y a los narigudos que pasaban por allí. Corrió la voz como corre el vino y, por su calle, fueron desfilando caballeros con caballeretes y espantos con petimetres y la Eulàlia, la muy bella, sacaba la lengua a los galantes y, a los gallardos, les guiñaba un ojo. A los groseros y a los malcarados que se ofrecían sin vergüenza, les espetaba sin rubor: «Ai, las! Peus més grans vull jo per ballar aquesta nit!» y el vocerío estallaba en risas alegres… Y ansí las cosas, cayó la noche. Trajo primero la sombra; luego, el silencio y el frío; más tarde cruzó la calle una jauría de energúmenos que traía por los suelos un pelele con máscara de cartón; y al fin, solo bajo las estrellas, llegó un hombre embozado en su capa que gritó: «Obre'm, Eulàlia, ton home es vingut!» y la Eulàlia, la bella Eulàlia, corrió escaleras abajo sin dudarlo…! Abrió la puerta, iba abrasada en lágrimas, y, cuando no quería más que abrazarse a aquel su pecho grande, lo llevó escaleras arriba sin pensarlo…! Volaron hasta la habitación con pies ligeros y la Eulàlia, que lo tenía todo trazado de uno y otro desvelo, echó a su hombre en la cama y se puso encima de un salto. Temblaba de emoción, pero el gesto, aquel gesto que había ensayado en la soledad de alcoba, era sencillo: tirar de la cinta para deshacer el lazo y dejar que sus pechos, los pechos de la bella Eulàlia, resbalaran fuera de la camisa… hasta que inundasen la mirada amorosa de su Manel, el Manel de les Anxoves, el Manel de manos grandes y torso de montaña. Luego no sabía muy bien qué seguía. No sabía si los arrimaría a su cara o si iba a dejar que sus labios se abalanzaran sobre ellos, ¡tan dulces y tan tiernos…! Pero tanto daba, la verdá, pues ya los besos se multiplicaban unos sobre otros y la Eulàlia, la bella Eulàlia, había comenzado a subir y subir y subiendo estaba, de hecho, cuando sorprendió la alegría más sincera en los ojos de aquel hombre y era aquélla, que no la suya, la alegría en los ojos de todos los hombres a la vez, al punto que creyó oír, mientras subía y subía, a todos los hombres cantándole de amor al pie de la ventana y es que estaban allí, al parecer, todos los locos de la nave juntos, todos, digo, resueltos a llamar a su puerta, a decirle lisonjas y a pedirle lo obsceno y la Eulàlia, la bella Eulàlia, no subía ya más y, por más que porfiaba en subir, no podía, no sabía, no sucedía… y cerraba los ojos bien fuerte y se volvía para sí, queriendo perderse del todo, pero aquel griterío insano de la calle la retenía en el suelo y no alcanzaba ya a tocar el techo con la punta de los dedos, ni podían los besos sobre las caricias, ni las caricias sobre los abrazos, apartarla del ruïdo del mundo y la Eulàlia, que ya casi estaba, saltó de la cama y, echando mano del bacín, se salió a la ventana a bañarlos a todos de orines de la noche anterior y los locos, más locos y mojados que nunca, se callaron de una vez por todas porque no cabía otra cosa que adorarla en su carnalidad, pues se estaba en tetas sobre sus cabezas y ¡no sabéis qué tetas, aquéllas! ¡Benditos los mis ojos! ¡Benditas las sus tetas! Pero a la Eulàlia, a la muy bella, no le importaba ya nada que la viesen desnuda: mirando la cara de idiota de todos aquellos idiotas, supo que no tendría que esperar ya nunca más. Y así fue a partir de entonces, doy fe».