Las garrapiñadas de l'Encarnació
monedas de plata, sino unos cuartos miserables que le ha rascado al bolsillo de la chaquetilla. El bachiller Joan Pere es tan pobre que coge el cucurucho de las garrapiñadas y se vuelve al banco, junto a la muchacha. No la mira más que un segundo, por saber si sigue allí sentada. Ella es un poco bruta de ver, pero se muere de ganas de besarla. No sabe cómo decírselo. O cómo proponerlo. Llevan toda la tarde de paseo y el chaval, mientras no escondía las plumas de su donaire, iba pensando de reojo en algún portal tranquilo, por si acaso.
—Té.
—Per mi?
—És clar.
L'Encarnació coge una almendra garrapiñada con cuidado de no ensuciarse demasiado, pero no es posible no pringarse los dedos de caramelo. Después de comerse la primera, como tiene las yemas pegajosas, se las chupa y, con la saliva todavía caliente, coge la segunda y la tercera, que se le pegan aún más.
—Noi, no hi ha manera de no'mbrutar-se les mans!
—Tant se val, dona.
Sin darse mucha cuenta, la ha llamado mujer y le ha pedido que siga manchándose las manos como si fuera una cría. No deja de sonreírle, sin embargo. Le mira la boca con cierto deleite, muy divertido. Ella piensa que tiene que tenerla sucia de azúcar, así que se pasa la punta de la lengua por los labios un momento y pregunta:
—I tu no'n vols cap?
—Jo? No, no.
—Però si són molt dolces…!
—Ja, ja m'ho penso, prô no'n vull, ara.
Ella siente que sí que quiere:
—I si jo t'en dones una?
—Tu? Per què?
—Té, obre la boca.
Él abre la boca, un poquito tan sólo, y l'Encarnació le pone una almendrita garrapiñada dentro, con mucho cuidado de no rozarle los pelos del bigotillo.
—Així… un dels dos no s'embruta, oi?
—Oi.
No saben qué ha pasado, pero les ha pasado. Ella, de hecho, no se atreve a ofrecerle otro dulce. Prefiere comérselos ella, en silencio, mientras mira a los críos jugando en los columpios de hierro. Y él, que anda como colgado del regusto amargo del tueste, piensa otra vez que pasa demasiada gente por el parque de la estación. A aquella hora en que las fábricas duermen un sueño de hornos negros, todo el mundo sale a la calle y no queda un momento de soledad para sus palabras más graves. Porque sus pensamientos, en el fondo, son muy graves. Ella, en mayúsculas, le dijo que «no» el otro día y el bachiller Joan Pere se tuvo que volver a casa con su «no» a cuestas. Y, desde entonces, le ha querido dar unas vueltas al «no» que el «no» no tiene y se ha tenido que consolar con el ejemplo de Brynhild, la doncella guerrera que, así, para empezar, exigía una serie de proezas heroicas a los pretendientes que la pedían en su torre. Quizá aquel «no» rotundo de su Aldonça encubra una forma de pedirle que vuelva a por ella cargado de oro o, mejor, coronado de laureles (los mismos que mastica la sanguinaria Dafne antes de dar caza a los hombres). Como quiera que sea, no ha vuelto a por Ella. Los encantos terrenales le han provocado una cierta forma de olvido y, mirando a l'Encarneta a su lado, no piensa que la muchacha sea capaz de vileza alguna y, sin embargo, el bachiller Joan Pere se resiste a rechazar que toda mujer alberga en el fondo la sombra de una hechicera. No parece posible que su padre el mercero haya obrado a la manera de Grimhild y le haya embrujado mediante un bebedizo. Esta misma tarde, cuando pedía por l'Encarnació en su casa, le ha puesto un café delante, en la mesa, y él, por educación, se ha tomado unos sorbitos y nada, tan rico. Por esa razón, precisamente, se le antoja más probable que Sigurd, en esta ocasión, haya preferido olvidar a Brynhild por su propio bien y él, un pobre bachiller de pueblo, no ha podido deshacerse del recuerdo de los besos de su Gudrun en una librería de viejo. Y aquella Gudrun, o su glotona encarnación, se ha acabado todas las garrapiñadas del cucurucho mientras tanto, así que pide ya por sus estudios:
—Aleshores tu estudies els poetes?
—Sí. Més o menys.
—I t'agrada?
—Sí, sí.
Pero no le dice a la pobre infelice que él no ignora que el común de las gentes como ella no alcanzarán nunca a entender a un Góngora o a un Argensola.
—El meu pare diu c'haig de llegir més tot sovint…
—Ja.
—Per'xò… Bueno, per'xò vaig'nar a parar an allà, l'altre dia.
—Pot ser que tingués raó, doncs.
Y sonríe, satisfecho de alguna cosa.
—Qui, el meu pare?
—Sí.
—Ja. Has estat molt valent, avui.
—Qui?
—Tu, quan has demanat per mi.
—Ah… N-No't pensis.
—En serio.
—Ja. No-Només volia
—Jo…
—Digues, digues.
—Jo volia dir-te que jo no acostumo a…
Y la muchacha baja la mirada antes de seguir:
—Vaja, que no vaig petonejant a qualsevol. C'allò de l'altre dia, bueno, que va ser… diferent, no?
—Sí. Prou.
—Vull que sapigues que jo no havia besat mai ningú, abans. Que tu…
Y levanta la mirada y lo dice sin más:
—Has estat el primer, per mi.
—Ja.
—Sí?
—Sí. T-Tu també… ho has estat per mi.
—De debò?
—Sí.
—I si fem una volta?
—Ara?
—Encara és d'hora, no? I avui no voldria deixar de fe'una volta amb tu… per re'del món!
—Vale. Som-hi…
Pero el bachiller Joan Pere ya no piensa en besarla como antes. Antes quiere llevarla de la mano por las calles grandes de la vieja Poderna, donde puedan verlos bien. Aunque se muere de ganas de besarla donde sea, nada le contenta más que tenerla contenta y ella, a lo que parece, no quiere otra cosa que seguir paseando a su lado en aquella tarde dulce de domingo.