Diálogo del Cisco y en Fageda a cuenta de la vieja d'escanyacans
—S'ha mort l'Adelina.
—Qui?
—Una vella.
—Ah.
En Fageda no sabe que l'Adelina era una vieja huraña, fea y malcarada que apenas se saludaba con nadie en el barrio. No es que lo piense en ningún momento, pero tampoco habría querido conocerla:
—No la coneixia.
—Era la vella que vivia a la casota d'escanyacans.
En Fageda ve la casota sin apartar los ojos del desconchón que tiene en frente. Es aquella construcción destartalada y lóbrega que está al cabo del callejón. La recuerda cerrada, con las contraventanas echadas y los geranios chuchurríos. Había un jazmín cadavérico junto a la puerta y algunos potes de tierra reseca en los peldaños de entrada. Nunca vio luz dentro.
—Ja. Com ha'stat?
—No ho sé. S'ha mort.
Sola. Como tantas otras viejas del barrio. Una vecina ha entrado en su casa a buscar los despojos después de muchos días de no saber nada de ella y la ha encontrado arrugada al pie de la escalera. O la ha descubierto muy quietecita en el umbral que da al patio trasero. Estaba fría como las losas del piso y tenía, la pobre, una patina de escarcha en el pelo. Otra vieja, otro día, ha llamado a su puerta pidiendo por su vida y ha soprendido, a través del ventanuco de la cocina, unos pies tirados en el suelo. El hedor de unos huesos mal disimulados es, por lo general, discreto y piadoso con los vecinos. Al Cisco, de pronto, le da asco mirarse los nudillos de la mano. Tira el cigarrillo a medio fumar contra el pavimento y lo escupe sin más:
—Li diuen escanyacans per la vella.
—Al carrer, dius?
—Sí.
—Li deien així, an ella?
—No.
Pero supone que, como tantos otros viejos del barrio, pasó un hambre horrible en el pasado y aquello de «estrangular perros» no puede tener otra explicación. El Cisco suma una madre pobre a las bocas de sus hijos pequeños y le da que se comerían hasta las pulgas de los gatos famélicos. La estampa, sin embargo, es harto cruel. Ve a l'Adelina, no tan vieja, poniendo de comer unos huesos de pollo (o paloma) a los perros callejeros. La ve salir de la cocina con un rodillo de madera maciza y ve, al fondo del pasillo, la puerta del patio abierta: hay media docena de cuerpos colgados de las patas traseras. L'Adelina los desolla como a conejos. Luego les saca las tripas a dos manos y los cuartea a hachazos. Llena un cubo con las vísceras. El Cisco no se plantea, porque no puede seguir mirando, si hace salazones con la carne o la echa en adobo. Siente, de alguna manera, el silencio en la mesa, a la hora de cenar. Las bocas de todos ellos, masticando. Dientes que trituran por rutina y gargantas que engullen sin mirar.
—Quin fàstic, tot plegat.
—Pobra dona…
En Fageda no cree que l'Adelina hiciese puchero de perro cada día. No la imagina por las mañanas vaciando el tuétano de los huesos para la papilla del pequeño de la casa. Aunque tuviera las tetas resecas y la leche amarga, antes pediría de puerta en puerta.
—Això no pot ser.
—I tu què saps?
—Això és el nom que's posa a una mala bestia.
«Escanyacans» era el apodo que le dieron a un hombretón que vivía en su misma calle y que disfrutaba estrangulando a los perros que pasaban por la puerta de su casa.
—I per què'ls havia d'escanyar, aquest?
—Per plaer.
—Au, bah! Ningú no…
Pero el Cisco, ahora que lo piensa, ve al hombre que en Fageda sugiere. No es muy grande, pero es grueso y miserable y viste un mandil sucio de sangre y de grasa. Peina poco, y mal, y no suele escupir al suelo, pero es peor cuando suelta aquella carcajada suya, tan negra y brutal, que es su manera de reconocerte que sí, que los mata a pares porque le gusta. El tal Felip o más bien Fortià, que es el nombre del abuelo por parte de padre, atraía a los canes con alguna chuchería y un puñado de palabras amables. Luego los cogía del cogote y les apretaba el gaznate hasta que dejaban de patalear.
—I què'n feia després?
—Llençar-los a les escombraries.
—I res més?
—Re'més.
En Fageda sabe que tenía unas manotas duras como tenazas y que soltaba pescozones a los críos que jugaban a la pelota cerca de su guarida. Fueron los críos, de hecho, quienes empezaron a llamarle así:
—L'Escanyacans, l'Escanyacans! Corre, no t'agafi l'Escanyacans!
El Cisco siente que pudo llegar a oírlo en alguna ocasión, cuando niño. No lo dice, sin embargo. Hay una negrura espantosa al fondo de todo aquello. El patio trasero tenía un pozo, lo ha visto al final del pasadizo, y el Fortià o Felip por parte de madre, harto de matar chuchos, cogió un día a un mocoso y se lo llevó para su cocina. Recuerda bien la hechura de la puerta cerrada. Habían echado la llave por dentro.
—Què dius, ara?
—Encara hi han nens que desapareixen, aquí.
—Vols dir?
El Cisco refiere la estampa grosera del patio. Es un barrizal de tierra negra, revuelta, cercado de una tapia mal encalada y baja. El pozo está castigado en un rincón, de cara a la pared. No mira, ni dice nada de lo que ha visto, y, sin embargo, esconde un agua turbia, sola y triste. Pero la tristeza no es suya, sino mucho más antigua, como la pena de la niña que tarareaba una canción dulce por no quedarse dormida y morir ahogada.