El bachiller Joan Pere y la cabeza del salvaje Roc
porque hay calles en Poderna que sólo llevan cuesta abajo, como la vida misma. El bachiller Joan Pere querría subir por la antigua portalada, en dirección al convento de las beguinas, pero sus pasos no son suyos. Camina pensando si es preciso llamar recuerdo a la sensación que todavía guarda en los labios porque un recuerdo, para el bachiller Joan Pere, es más que una querencia o un simple hormigueo en la piel. Más que la impronta de otra boca en la suya. Un recuerdo no puede estar en los labios porque los labios, que él sepa, no recuerdan ni echan en falta a nadie y, sin embargo, mientras el bachiller Joan Pere piensa en tomar por la calle del raval, baja hacia la plaza de la moixera, donde la mercería de viejo. Le han dicho que ella vive allí, con su padre. Se llama Encarnació, le dijeron «ah, sí, l'Encarneta», y no se han vuelto a ver desde entonces. Ha pensado que puede volver a verla con la excusa del libro: «Te lo dejaste en el suelo, antes de salir corriendo», pero, si el padre está de cuerpo presente, tendrían que explicarse, los dos, y es mejor no mencionar el episodio de la librería por el momento. A fin de cuentas, el libro se les cayó de las manos cuando ella le cogió de la cabeza y se abrazaron muy fuere. En aquel abrazo, un poco, iban todos los abrazos que se habían guardado durante años y el bachiller Joan Pere no olvida que trempó de seguida, «de tot cor». Bastó sentirla contra su cuerpo, bien apretada, para venirse arriba, muy duro, pero no siente, sin embargo, que sintieran nada especialmente bajo. Ni él, ni ella. Y esto, debidamente razonado, podría exponérselo al propio padre mercero sin problema. Sus intenciones son limpias: «Querría su permiso para llevar a su hija de paseo».
—On diu?
El bachiller Joan Pere no llega a la plaza de la moixera. Antes tuerce por la calle de Ruldó y vuelve sobre la imagen blanca de su Aldonça. Aunque la antigua portalada queda a su espalda, justo en la dirección contraria, el joven se recuerda sin parar su amor de siempre. Lamenta profundamente que le haya perdido el paso al día por culpa de un «acídente» en una librería. Sale a la plaza mayor y sigue cuesta abajo, hacia la puerta de la muralla. Luego empieza a repetirlo todo de corrido y por lo bajo, como en un rezo:
Señora mía, ſi yo de vos auſente
En eſta vida turo, y no me muero,
Pareceme que offendo alo que os quiero
Y es cierto. Siendo tan grande su amor por ella, su propio amor, cuando ella no está presente, debería fulminarlo al instante. De pena, dolor o lo que sea, debería arrojarlo al suelo, sin hálito de vida. Pero no sucede nunca y el bachiller Joan Pere continúa su vía sobre el empedrado y cruza la puerta de la muralla y disputa fuertemente el sentido de la res del segundo cuarteto:
Que's ver, que ſide vída deſeſpero:
He perdido quanto bien de vos eſpero.
Y es cierto. Si llegase a morir por causa de su ausencia, no volvería a verla, que es lo que venía queriendo esta mañana, al salir en su busca. Se detiene a unos pasos de la puente vieja, donde cuentan que el Macías quiso arrojarse contra las piedras del fondo. El bachiller Joan Pere no piensa desesperar tan pronto, aunque debería. Según dice amarla, no tendría que esperar a que lo partiera un rayo. L'Encarnació, por su parte, es una muchacha más bien gorda y él no conoce el modo de resolver la controversia que suscita el doctor Morros a propósito del soneto IX: ¿se plantea el poeta verdaderamente el suicidio?
—Fes-ho.
La voz surge en algún punto, a su espalda. No es del todo humana o no es bien-bien de este mundo. Parece formarse a fuerza de concretar el zumbido de las moscas en verano y el crujido seco de la hojarasca en otoño. El bachiller Joan Pere se vuelve de inmediato y busca a su alrededor. Está solo. Allí no hay nadie salvo la cabeza renegrida del salvaje Roc, metida en su gavia. Todavía cuelga de la muralla de la vergüenza, por encima de la puerta.
—Què?
El bachiller Joan Pere no le habla a nadie. Si acaso, a la cabeza en su jaula. Él se ha tenido siempre por una criatura sensible y está atento a las señales del mundo, las que quiera que sean. Por esa razón, admite, los pasos no eran suyos esta mañana.
—He dit c'ho facis.
Pero la voz no es negra de muerte, sino un símbolo antiquísimo y precioso:
—El què?
—Vés i fes-ho.
—No (no puc).
—Encara tens dos cames, que t'han de portar allà on calgui, i tens encara dos braços per prendre'l que vols, noi.
—I si no vol?
Y la cabeza cercenada calla gravemente, como si el seso putrefacto de dentro de la calavera pudiese recordar.