Parlamento del Macías y el bebedizo de orines de lobisome
Sabe, oh pueblerino, que'l Macías ya penaba de amor en su más tierna juventud. Andaba sin norte el día que la vio por primera vez: era la judía, ojos verdes, más bonita del barrio. Llevaba la fruta roja en el cesto y el cabello, recogido bien alto, cuando le sorprendió con las manos en los bolsillos. Cruzaba la plaza. Iba entre la gente, de puesto en puesto, y el Macías, en verse viéndola, lamentó tanta hermosura junta y, por añadidura, su grande indefensión. Empezaba a rezar «trouommi Amor del tutto diſarmato, et aperta la uia per gliocchi al core», que ya sentía la herida mortal en el pecho. Era demasiado tarde. La había perdido de vista y el rezo llegaba a su conclusión:
Pero, al mio parer, non li fu honore
Ferir me di ſaetta in quello ſtato;
Et, a uoi armata, non moſtrar pur l'arco.
Luego quedó solo y sin consuelo. La buscó. Penó terriblemente y desesperó. Volvió a encontrarla otro martes de mercado, pero no se atrevió a reprocharle la felonía, así que no hizo sino tenerse a distancia y dejar que lo quemase vivo en su luz. Noches frente al espejo le advertían de su hechura pobre y desastrada: los ojicos llorosos, el gesto torcido, la color demudada… Si no le hablaba, no podía rechazarlo y, si no lo rechazaba, cabía seguir esperando. Anotó en su cuadernillo:
Tras gran peſar, plazer
algun tempo ſpero hauer.
Y volvió a perderla entre el gentío. Supo después su nombre, Judich, y supo que debía olvidarla. Supo su calle y supo, por voces del lavadero, que había reparado en él para mal. A decir de aquellas lenguas, la Judich aborrecía la figura del Macías por triste y por sombría. Una de las mozitas atribuyó su tristura a la pena de amor y otra, que estaba sin suspiro, refirió la calvicie prematura del Macías como la causa principal de su aspecto avejentado y desigual. Luego hablaron de otro joven, un tal Francesc, que batía el hierro al rojo vivo y tenía el pecho fornido y caliente como el horno de la fragua. Dijeron que la traía loquita, a la Judich, y el Macías, que todo esto lo escuchaba, creyó perder el juicio. Corrió a la puente vieja y le gritó al firmamento «cando o loco quer más alto ſobyr, prende mayor ſalto» y, descuidando el alma, quiso arrojarse contra las piedras, al fondo, de no terciar la prudencia del Callostre, el buhonero viejo, que lo trajo de vuelta al piso con el ofrecimiento de sus melezinas y letuarios, pues todo lo podían remediar a excepción hecha de la Muerte. El Macías supo declarar sus cuitas a un tiempo y el Callostre dio en hablarle del bebedizo de orines de lobisome. Si lo tomaba en la noche de luna nueva, vería crecer de nuevo su cabello de manera proporcionada, pero debía tener paciencia y esperar al novilunium para beberlo. El Macías pagó gustoso la pócima y compuso, entre tanto, las coplillas famosas que empiezan…
Catiuo, de miña tryſtura
ja todos prenden eſpanto
& preguntan que ventura
foy que me tormenta tanto
Et cétera.
Mirando en el espejo crecerse los pelos hirsutos y nuevos, puso los consonantes en un pedazo de papel y los dejó doblados en la ventana de la bella Judich (aunque el interior estaba a oscuras, dentro se vislumbraban un atril y un libro abierto de carácteres apretados). El Macías quiso esperar. Aguardó en su habitación. Aguardó en la iglesia. Aguardó en los dezires de palacio y aguardó en los cantares de viejo, pero las tribulaciones le robaban el sueño y su cráneo estaba por vestir, así que rondaba las calles de la judería como en penitencia. El Macías buscaba encontrarla, n'obstante, aunque fuera en las habladurías de mujer. Y supo, por esta vía, que su amada ocupaba las horas de la atardecida poniéndole rostro al oscuro componedor de las coplillas. Al parecer, la embargaba la piedad si volvía sobre aquellas letras y rogaba ansí muy fuerte por aquel su amador, pues quien tanto se duele, tanto mejor quiere. El Macías pensó en descubrirse, pero apenas peinaba el flequillo a un lado. Entonces, la rueda de la Fortuna quiso girar por no hacer, ya se sabe, mudanza en su costumbre y le enfrentó a la visión del Francesc, el del pecho cual horno, diciendo requiebros de amor en la reja de su amada. Lo peor vino cuando escuchó como la Judich atribuía sus versos de poeta a un aprendiz de herrero cualquiera. Aquello le abocó al frasco de los orines. El sufrido amante no pudo soportar su suerte por más tiempo y tomó un trago del bebedizo en noche de cuarto menguante, a pocos días del novilunio. Debía desfacer el entuerto, y cuanto antes, y d'esta manera, más pronto que tarde, le nacieron nuevos pelos que le vistieron la testa con desmesura, al punto que hubo de cortarlos al rape y fue en vano, pues volvían a crecerle muchos otros y en abundancia, ansí por los brazos como por el torso entero, que todo el cuerpo le cubrían, y nada pudo al fin sino dejarlos hacer. El rezo que le vino a la boca en la ocasión de su resignarse era suyo proprio y decía…
Pero que proue ſandeçe
por que me deua peſar,
miña locura aſy creſce
que moyro por én tornar,
pero mays non averey
ſynon ver E deſejar.
Y, por no verla más, huyó al monte donde hubo de tornarse un salvaje hosco y espantable, así que no te asuste, si te toma por sorpresa en tu camino por el bosque, la figura peluda del que fuera una vez hombre. Sabe, oh pueblerino, que antes guardaba en el pecho el alma sensible de un poeta penado de amor».