Noches en Poderna

Albada de la fregona

de un sueño ciego, muy negro. Todas las mañanas se encuentra tirada en la cama, como olvidada de alguien. Son cerca de las siete y cuarto y la primera claridad del día, una luz muy vaga y fría, se cuela en su habitación por las rendijas de la ventana. Detrás no hay nada más que tejados cubiertos de escarcha, un mundo de obligaciones. Un fastidio. La Germana siente un poquito que no la quiere nadie. Debajo de la manta, tiene los pies calentitos y su madre ya murmura por lo bajo, en el pasillo: «nena, és d'hora». El suelo está helado, como el agua de la palangana. Si se levanta, que tiene que levantarse, tendrá que pisar en frío y lavarse la cara, por quitarse las legañas. Después, si está más despierta, a lo mejor busca las zapatillas (las mismas que calza desde los catorce) debajo de la cama y prueba a ponerse delante del espejo otra vez. Algo tendrá que hacerle a sus pelos de todos los días, es verdá, pero la Germana no quiere volver a pelearse con el cepillo. Le da igual si amanece despejado sobre las casas de la vieja Poderna. Ella prefiere mirarse un rato las sombras quietas del techo. Se está muy bien en la cama. No le espera nada nuevo al otro lado de la puerta. Nadie sueña con ella, ahí fuera. Su madre, sin embargo, le insiste: «nena, farem tard» y es martes y, los martes, la Germana suele pasarse un agua por los hombros y el cuello, que el padre de los Clotet no está en casa y su madre se va sin falta al mercado municipal. Los martes, pasadas las nueve, se quedan solos los dos. Ella y l'Enric. A veces, se lava un poco el pecho y los sobacos, pero la helazón que se le escurre entre los dedos y le baja por las tetillas, le da mucho susto. Siempre acaba arrecida. Por más que corra a secarse con el trapo limpio de todas las mañanas, pasa un frío malo de primeros de octubre a mediados de abril.

—Nena?

—Que sí!

Que ya voy, que hoy no tengo ganas de levantarme. Es más, la humedad del paño no le ayuda a deshacerse de las horas de trabajo que se le acumulan en la piel. Es una sensación horrible que le sobreviene a veces, incluso en el cobijo de las mantas. Pero es que, si se para a pensarlo un momento, los lunes y los miércoles friega en casa de los Aimerich. Los martes y los jueves, en casa de los Clotet. El viernes, en casa del párroco y el sábado, en la suya propia. También tiene que ocuparse de las camas correspondientes y de la colada de la semana, que se frota toda a mano, prenda a prenda, así que no le quedan más que las horas muertas del domingo para ella, sin ganas de nada. Tiene los ojos puestos en el lunes que viene.

—Filla?

La Germana no responde. Está harta. Piensa mejor en l'Enric Clotet, que es un muchacho muy amable y apuesto. Siempre la saluda y, antes de pisar en su suelo, pregunta si está mojado. El otro día, sin ir más lejos, se le acercó para pedirle su opinión sobre cierta cuestión libresca, que el muchacho se prepara para el día de mañana estudiando letras, y ella se puso en pie de inmediato. Luego se secó las manos en el delantal y se atusó el pelo en vano. Es más, quiso sonreírle, pero el joven traía unos papelotes que captaban, a lo que parece, toda su atención: «Dime cuál es la suerte del poeta». A continuación, le leyó unos versos, lo menos catorce, e insistió en los dos últimos:

Mas leualiera errar enla montaña,

Que morir dela suerte que io muero.

La Germana no supo decirle, pero no hizo falta. El muchacho se ruborizó en cuanto apartó los ojos del soneto y la miró a la cara. Luego, como notó en la sonrisa de la muchacha que su vergüenza subía de rojo subido, se precipitó a exponerle sin orden ni concierto los argumentos de su respuesta, «veritat?».

—No sé, noi.

L'Enric, tampoco. Había refutado cuestiones que aún estaban por plantear y había anticipado los puntos fuertes de su síntesis durante la confutatio. Ella, sin embargo, lo tenía todo muy claro: tras toda aquella palabrería, el muchacho no quería sino pedirle para salir, pero el muy Clotet no se figura con una fregona del brazo. En su casa, son gente muy letrada y con estudios, no como ella, que no alcanza a conocer cuál es la suerte del poeta.

—Nena, que ja són un quart i set de vuit!

—Que sí, que ja vaig!

Ella lo recuerda todo con ternura, sin embargo. Si lo piensa un momentito, tan sólo, la timidez natural del muchacho le reblandece el corazón y su porte y su talle de señorito le arrancan un suspiro que le sale de muy abajo… ¡Si él supiera! ¡Qué buenos achuchones no se darían! Mientras l'Enric volvía sobre sus tropiezos, ella tuvo ocasión de mirarle los labios, que eran muy delicados y tiernos. Todavía se los comería a besos. Echada en su colchón, de espaldas al mundo, lamenta muchísimo que no la tomase de la mano y se la llevara detrás de la puerta, donde las bellaquerías. El muchacho, en lugar de cogerla y besarla en la boca, vaciló, viró y se hundió en sus propias miserias, la viva estampa de aquella culebrilla encerrada en su puño. Luego se despidió con una sonrisita que traía ensayada de antes y la dejó a solas, con el suelo por fregar.

—Marxem, va!

Pero ella no sale de la cama, que no quiere. Y, si sale, que tiene que salir, tendrá que ponerse delante del espejo otra vez y no le viene en gana. La Germana no es fea, pero tampoco es guapa. Tiene un culo muy gordo y las tetas muy pequeñas. A veces, para disimular, se echa unas gotitas de agua de lavanda en el cuello o se pone una cintita de color azul en el pelo. El cabrón de l'Eduard, el pequeño de los Clotet, no se deja engañar por nada. Haga lo que haga la pobre muchacha, las llama «mamelletes» de todos modos y, si se sabe a solas con ella, se le acerca y le pregunta:

—Te les puc tocar?

La Germana se guarda el bofetón entre los dientes, que el pequeño de la casa pasa por ser el bueno de la familia. L'Eduard tiene la mala costumbre de afear las cosas del mundo. Si no le suelta marranadas, se pone detrás de las puertas, a espiarla, y le busca las vergüenzas debajo de la ropa. Por delante y por detrás, que no se deja nada. Mientras ella frota el suelo de rodillas, mientras mete las manos en el cubo del agua sucia, el mocoso aprende a tocarse la churrilla y la Germana, por no molerlo a palos, estruja el trapo hasta tres veces antes de volver a frotar, frotar y frotar.

—Tu, ensenya'm les mamelletes!

Pero peor se porta si no lo echa de allí de malas maneras, en cuanto lo siente cerca. Un día, no hace tanto, el pequeño cabrón se vino arriba y le soltó:

—Criada, et dono la meitat de la setmanada si't deixes tocar tot allò…

Y no se refería, no, a sus tetillas. La fregona de los Clotet, a sus diez y nueve añitos, está cansada de bregar con la porquería de otros (como quiera que se entienda esto). Si aguanta, que tiene que aguantar, es por su madre, sobre todo, que sirve en la cocina de la casa desde que era una niña. La Germana no quiere comprenderla. Su madre siente que debe algo más que respeto a los Clotet. De no ser por ellos, le dice a menudo, no tendrían ni para comer, pero la muchacha tiene aprendido que, en la casa de los señorones, hay mierda para aburrir. Si no sirve en esta, valdrá en cualquier otra donde no haya niñatos como l'Eduard.

—No'n facis cas, nena, sols és un marrec una mica'ntremeliat.

Ni Enrics a medio cocer, que no saben si vienen o si van. La Germana suspira. Casi saca un pie de la cama cuando oye de nuevo las campanadas. Son dos cuartos de ocho. Se está pasando, y no. En su barrio, no hay más que brutos imberbes. A diario, se topa con sus miradas de hambre. Se comerían (por no decir follar) hasta las piedras del campo. Son jayanes de manos grandes y ásperas, con apetitos bestiales, que braman barbaridades a su paso si se les tuerce un hervor en la sesera. Aquello le revuelve las tripas. Es como si le pusieran las zarpas bajo la ropa al mirarla. Y esto, cada mañana. Tira de las mantas para arriba y se tapa hasta la barbilla. Ojalá no se tope con ninguno, hoy. La Germana prefiere a l'Enric de los Clotet, está claro, pero le da más pena que otra cosa que no haya otros jóvenes en su horizonte de todos los días.

—Prô'ncara'stem aixins?!

Su madre ha acabado por entrar en su habitación.

—Sí.

—Au, va, nena!

No. La Germana se revuelve como una niña chica:

—No vull'nar a casa dels Clotet, avui.

—Ai, las! Avons tens el caparró, filla? Que no saps quin dia vius?

—Sí. A dimarts.

—Dimarts, dius?!

Es viernes. Ahora cae en la cuenta. Ayer fue jueves. Ayer fue cuando l'Enric le dijo todo aquello que le dijo y no le hizo todo aquello que no le hizo, así que hoy le toca ir a casa del párroco, pero el párroco es el peor de todos ellos porque se pone detrás de las puertas, a espiarla, y le busca las vergüenzas debajo de la ropa, por delante y por detrás, que no se deja nada, y la Germana, que es diez años más niña de corazón, siente que no hay piedad en el mundo y querría llorarle a su madre, pero su madre le da la espalda a posta. Está abriéndole la ventana de su cuarto a los tejados cubiertos de escarcha de la vieja Poderna y al vuelo despabilado de unos gorrioncillos, que pían ajenos a su pena.