Las cavilaciones del bachiller Joan Pere
Desque el Guiraut abriese la boca para soltar aquello de «la Bertrana, si jo hi vaig, me fa una palla quan li dic versos d'amor», el bachiller Joan Pere se debate fuertemente sobre la quaestio en cuestión: ¿pandémica o celeste? Su amor hacia l'Aldonça es blanco, desde luego. Si se gasta por las noches, antes de dormirse, lo hace pensando en la Juliana, que es repleta de carnes, o en la fregona de los Clotet, que dice l'Enric que se deja magrear todo cuando se quedan a solas en casa. No es menos cierto que se ha imaginado en la reja de la Bertrana últimamente, cuando nunca antes se había fijado en la muchacha aquella. Siempre le ha parecido un poco burra, pero es como si el ardor en las palabras del Guiraut le hubiese contagiado su hambre por ella, y se ha gastado hasta dos y tres veces en la misma noche con la sola idea de manosearle las tetas por encima de la camisa. Si piensa en l'Aldonça, sin embargo, no le sale tocarse. Su amor por ella es otra cosa. Él no es como l'Enric y el Guirat, que no dicen nunca si se las quieren o no, a la Germana y a la Bertrana. El bachiller Joan Pere, a juzgar por el modo que tienen de hablar de ellas, piensa que no. Parece que estén tratando asuntos de ganado, los muy cabrones. Él no concibe que nadie hable de su amada sin el debido cariño y respeto, ni admite que la corriente que lleva a sus amigos por el mundo lo arrastre a él al barro de los besuqueos, magreos y pajas. No con su Aldonça. No le casa en el magín la estampa de su Aldonça con los pies metidos en el reguero de agua turbia que arrambla con los hombres del siglo. Su amor es otra cosa. Por esa razón, cuando se echa a dormir en busca del sueño, piensa en ella. Piensa en la devoción que siente por aquella criatura. Piensa en su mirada, en aquellos ojos limpios, y se imagina en un abrazo. Se quieren. Se quieren y eso basta. O acaso no… El bachiller Joan Pere no duerme esta noche porque esta noche el bachiller Joan Pere, cuando recogía a su Aldonça entre los brazos, se ha visto buscándole las tetas por encima del cuello de la camisa. Ha sido sólo un momento, por curiosidad, más que nada, pero un momento ha bastado para preguntarse cómo deben ser las tetas de la Aldonça y figurarse, de contino, su forma y proporción. No es que le importe, la verdá, pues se sabe suyo en cualquiera de los supuestos, pero ha sentido muy dentro la salpicadura caliente del reguero del agua turbia y ha querido besarle el cuello y conocer su olor y estar más cerca. Luego ha profanado su cuerpo. Ha sido una llamarada, un instante de muslos apretados y manos que se abren paso. De dedos tibios y ternuras nuevas. De labios desesperados de amor que buscan el beso de otros labios. Un fogonazo, ha sido. Un instante, tan sólo. Suspiraba «Aldonça, oh mi Aldonça» y la cándida Aldonça gemía dulce. Le lamía el coño y l'Aldonça temblaba de placer. Se perdía en el delirio del deleite, se abría al mundo y aun al siglo y el Joan Pere casi se gasta del todo si no cae antes en la cuenta… Es por esta razón que está ahora despierto y busca sin sueño entre las páginas de un libro. Piensa o hace por pensar que el doctor Morros no les ha hablado nunca de las ventajas del endecasílabo sobre el verso tradicional castellano, ni les ha mencionado nunca lo excepcional del oído de Garcilaso por obvio que esto sea. Parece que no tiene interés alguno en abrillantar los mármoles de un monumento por lo que tiene de sepulcro (cfr. «Açadas ſon la hora i el momento / que a jornal de mi pena i mi cuidado / caban en mi vivir mi monumento»). El doctor Morros les revela, sin embargo, la relación sutil entre el libro I de las Metamorphoseis y los versos 4-8 del soneto «A Daphne ya los braços le crecían». El poeta Garcilaso lee el latín de Ovidio y el toscano de Petrarca. El doctor Morros refiere su Canzoniere con recurrencia. No es posible no escuchar su eco en cada rincón de la poesía moderna. Tal aseveración, a poco que el bachiller Joan Pere se pare a pensarlo, tiene no poco de hipérbole, pero sabe, y no menos, que le iba a costar horrores encontrar suelo sin hollar por el petrarquismo y sus huestes. El doctor Morros se ha detenido a demostrarlo en cada ocasión y esto, al bachiller Joan Pere, le parece algo redundante a la par que asombroso. Se lo explica diciéndose que basta con cotejar las tres cientas sesenta y seis composiciones del Canzoniere con los quinientos sesenta versos que suman los sonetos de Garcilaso. Que se trata, en definitiva, de un mero ejercicio de atención y retentiva. Si él o cualquiera dispusiera del tiempo suficiente, podría delatar las fuentes del poeta más obscuro y arcaizante y Ovidio es, sin duda, un autor muy popular. No es que lo conozcan en el barrio, tampoco, pero el más necio de los diletantes sabe quién es y qué obras ha escrito. Mientras que él prefiere la compañía de las Tristia, el doctor Morros se entretiene siempre que puede con las verdusquerías del Ars amandi. Tiende, por lo demás, a echar por tierra los nombres de los ilustres. Gusta de igualarlos a los hombres comunes, como si un cualquiera fuese capaz de las proezas de un Garcilaso. Y esto, al bachiller Joan Pere, no le parece ni mesurado, ni decoroso. Él ha crecido mirando a sus mayores para arriba. Aprecia su valía con justeza y les reconoce el respeto debido. Garcilaso no es un cualquiera. Si la poesía es la expresión más elevada del lenguaje, los poemas del Renacimiento constituyen la cota más alta que han alcanzado jamás las lenguas romances. No vale, entonces, que el poeta Garcilaso ande por ahí buscándole las tetas a nadie (cfr. «Con anſia eſtrema de mirar qué tiene / vueſtro pecho eſcondido allá en ſu ce̅tro») o que nadie se sirva de un soneto para quitarle la enagua a una vulgar cortesana (cfr. «Eſcrito'ſstá en mi alma vueſtro geſto», «En tanto que de roſa y d'açucena» o «Amor, Amor, vn abito veſtí» entre otros). ¿A qué responde citarle March a nadie? ¿Qué ha de importarle a ninguna de esas mujeres si la referencia es culta o vulgar? ¿Acaso van a rendir antes la plaza si viene dicho de antiguo? Reverberan, que no responden, las ocurrencias del Guiraut por su cabeza: «me fa una palla quan li dic versos d'amor». El bachiller Joan Pere se niega a relacionar la alta poesía con sus manos sucias de semén. Ni las suyas, ni las de l'Enric, ni las propias, que tanto y tan bien quieren la Belleza en la Poesía. Lo cierto es que a los tres les mueven por igual los versos de Garcilaso. Les emociona su formulación de la Belleza. Les excita su mera contemplación. Leen sus poemas y no pueden no asombrarse con los hallazgos que propone el poeta. Quedan luego a sus pies, maravillados con lo que ven y con lo que saben que han visto. Pasa después que el bachiller Joan Pere no comprende que el doctor Morros los baje del cielo a la tierra en darles voz, cuando la Belleza que en ellos se contiene no halla correlato real en las cosas de este mundo. Derrumbarla, pues, no es pertinente en su opinión, pero el poeta Garcilaso de la Vega es un hombre fuertemente atado al suelo en el discurso del doctor Morros (cfr. «Qvando me paro a contemplar mi'ſtado», «Vn rato ſe leuanta mi eſperança» y «Si para refrenar eſte deſſeo» para contrastar su condición mundana). En alguna ocasión, el bachiller Joan Pere se lo ha querido rebatir, proponiendo que se trata de un poeta innegablemente entregado a una causa mayor que la del acidente cotidiano. No mienta la Belleza como fin supremo, que es lo que querría, sino que apuesta por la defensa de la perfeción formal de los sonetos. Alude a la perspicuitas, acertada y precisa en el férreo armazón del ars poetica, y el doctor Morros se revuelve, lacónico, con su infalible «Tú crees?», que no da pie a más algaradas entre el alumnado. El bachiller Joan Pere se guarda la baza de la sprezzatura para una ocasión mejor y el doctor Morros, cuando le atiende al final de la lección, le acepta su propuesta de exposición para el próximo día: «Que sea sobre el soneto XIII». Esto es, «A Daphne ya los braços le crecían». Vale. Lleva ya un rato hojeando las páginas de aquel manual de Ritos, uſos y coſtūbres d̄ las antiguas triuus d̄ los gryegos y no encuentra memoria de su ninfa. Como un Apolo noctámbulo, la va siguiendo entre líneas y ella huye como quien siente al pecho el odïoso plomo, por lo de las flechas de Cupido. Lee «Daphoene» en algún punto, pues Dafne resulta ser una contracción del nombre original, «Daphoene», y descubre que la ninfa no es una virgen asustadiza, sino «la sangvinaria». Lee de nuevo: «la sangvinaria, la dioſa en ſtado orgiástico, las cuias sacerdotiſſas dichas ménades maſcauan las hojas del laurel para la embargación del ſer». Apunta, que no piensa, «dafne la sanguinaria» y, a renglón seguido, «el laurel cual bebedizo», pero allí dice aún más, y más terrible: «y salían en correria por las noches d̄ luna llena y salteauan al incauto en el camino y lleuauan conſigo los niños y las animalias y los troçeauan y los comían sin uſo de la lumbre». Vuelve sobre sus pasos. Lee «y lleuauan conſigo los niños y las animalias y los troçeauan y los comían sin uſo de la lumbre» y no sabe qué pensar o anotar. Aquella no es la Dafne de Garcilaso. Pero ¿acaso supo nunca de la existencia de la verdadera Daphoene? No, que la pregunta se quiere retórica. ¿Y Ovidio? ¿Lo sabía el romano Ovidio? A decir del griego Plutarco, según viene citado poco después en Ritos, uſos y coſtūbres…, «un hombre ueſtido con la piel del cieruo era caçado y deſpués muerto con cada anualidad en el çerro que llaman anſí d̄ Lycaeon en la antigua región d̄ la Arcadia gryega» (cfr. Quaestiones Graecae, XXXIX). Luego, si aquella era costumbre practicada en tiempos de Plutarco, lo fue por fuerza en los días felices de Ovidio. No obstante, la faceta sanguinaria de la ninfa Daphoene se perdió en algún punto de la trasmisión. Su auténtica naturaleza mudó en favor del numen blanco, tierno, doméstico, que fascinó a Garcilaso, y el bachiller Joan Pere no comprende cómo nadie pudo nunca olvidar la terribilidad de la Sanguinaria, cuyas seguidoras raptaban niños para devorarlos vivos ¡«sin uſo de la lumbre»! No al punto, desde luego, de cantarle hermosos sonetos de amor. No hasta ese extremo… Es entonces que llaman a la puerta de la habitación. Es su padre. Entra y dice «he'scoltat soroll i he pensat que no dormies perquè no'vies sopat i per'xò t'he dut una llesca de pa amb tomata i una mica de formatge, que deus tindre gana, fill. Es pot saber què feies amb tant de llibre?». El bachiller Joan Pere se mira la figura avejentada de su padre y desecha el vocablo «analfabeto» por crudo. Es una palabra demasiado gruesa, cruel con los suyos, sobre todo cuando han sido los suyos, su padre y su madre, quienes le han permitido cursar letras con el doctor Morros. Vacila. «No dius res, fill?» y el bachiller Joan Pere se esfuerza en contarle su descubrimiento de esta noche. Le refiere el mito de la Dafne virginal y señala los pasajes de Ovidio y Garcilaso. Su padre hace que sí con la cabeza y el bachiller Joan Pere, hundido en sus cavilaciones, le revela que aquella ninfa no es sino la Sanguinaria y que no comprende cómo es posible que su significado auténtico se haya perdido por el camino. Refuta que los años, los muchos años que median entre las dos facetas del numen, no bastan para explicar la desmemoria, y mucho menos con Ovidio de por medio. Su padre se encoge de hombros y confiesa «no en sé gaires paraules d'aquestes, jo. Pensa, però, que jo de vegades no sé on he posat les claus… i això d'un dia per l'altre!». El bachiller Joan Pere se mira a aquel hombre y teme que su lengua no sea ya la lengua de sus padres. No comprende muy bien qué ha pasado o cómo ha podido suceder, aunque los libros sigan todos abiertos sobre el escritorio, frente a él. Siente de pronto una forma de tristeza más propia de Ovidio, como si viniera dicha en alguno de sus dísticos, como si la hubiese aprendido en su lectura atenta, y mira a su padre con amor. Devotamente descuida sus cavilaciones y toma el pan y el queso y los come ante la figura de su padre como lo que son, fundamentos propios del vivir. El bachiller Joan Pere tampoco comprende, a estas alturas, cuándo han dejado de entenderse. Cuándo se ha abierto un mar de lejanía entre ellos. No deja de pensar que su padre no sabe qué cosa es una ninfa o una ménade y no cree posible que advierta la terribilidad de la Daphoene antigua. Sucede, sin embargo, que las imágenes de unas mujeres furiosas en la negra noche del bosque germinan en el lodo inconsciente de su padre y la Sanguinaria vuelve a mascar lenta y cruel el laurel que se ciñen los poetas en su ignorancia, mientras los hombres, los hombres que en el mundo son y han sido, tiemblan una vez más bajo las sábanas, en la soledad del lecho conyugal.