Noches en Poderna

Los cuartos traseros de la Montse con giro al final

La Montse baja las escaleras a una voz de la Lleonarda, «c'aquí demanen per tu!». Se ha echado un pañolón por encima y anda descalza, como cuando tenía quince años. Pasa al salón y ve a la tabernera en su mecedora, junto al fuego del hogar: «Qui?». La Lleonarda señala a una mesa con el mentón. Luego se toma un sorbito de sus hierbas sin llama y le sonríe muy dulce. La Montse no sabe si es con gusto o con malicia. Nunca ha podido saberlo. Busca de todos modos. Cerca de las once y media de la noche, todavía quedan algunos hombres en la casa. Entonces, «¿és ell?», siente el corazón muy fuerte dentro del pecho: «pum-pum», «pum-pum», «pum-pum» y camina a su encuentro sin pensarlo. Es él. La Montse se tapa bien las vergüenzas antes de plantarse frente a la mesa del Lluc y compañía (un vejete medio borracho):

—Que'm cridàveu?

—Hòsti tu…

El Lluc se la mira de arriba a abajo y se calla un «quin goig que fas», un «quina alegria veure't, dona» y un «prô goita que'ts macota». Ha visto el vuelo alto del camisón por debajo del pañolón y los pies desnudos sobre el suelo de piedra fría. Titubea de vuelta a los ojos de la mujer:

—Hola, Montse.

—Hola.

—Feia dies que n0'ns trobàvem…

Me he ido de casa. Quería besarte.

—Ara visc aquí.

—A c-ca la Lleonarda?

—Sí. Tinc una habitació a dalt.

Arriba. Donde las putas.

—A dalt?

—Per mi sola.

El viejo Joan Pere ha subido las escaleras de ca la Lleonarda más de una vez. El recuerdo de aquel tramo, no más de trece escalones, es pesado por causa del vino y del atracón de callos, pero la Lleonarda, en la cama, es una mujer fresca como el agua de un pozo y el viejo Joan Pere, mirándose a la Montse, querría tener los años del Lluc.

—Noi…

—Què?

—Què dubtes?

—Jo?!

—La noia té l-la pota del llit trencada.

—S-Sí?

La Montse, aunque querría, no hace que sí con la cabeza.

—I tu'ts fuster i e-ets jove, n-no?

—Prô… i-i les eines, mestre?

—Que no tens mans a la cara, tu?

—Prous… me penso.

—Voldràs pujar, aleshores?

Esto último lo pregunta la Montse antes de pensárselo siquiera.

—Hi ha r-res trencat, doncs?

—No res que no puguis posar al seu lloc.

Y se vuelve, sin más, a su habitación. El Lluc permanece un momento en su silla, con el vaso de tinto en la mano. No sabe si va o si viene o si saliva como una mala bestia por el regusto de los callos. Apura el vino de un trago y lo suelta como llega:

—Bé, mestre…

—Ja'ns vurem d-demà, fill.

Luego comprende que se ha levantado (de algún modo) de la mesa y que sus pasos lo llevan sin falta hasta la Montse, que lo espera a los pies de la escalera. Suben los dos. Después del tercer escalón, la Montse le tiende la mano y el Lluc la coge. Ella vuelve a sentirse como cuando tenía diez y siete años. Había entrado al servicio de la Lleonarda a los catorce, cuando su tía, que ya no sabía qué hacer con ella, la colocó en la taberna que había al cabo de la calle y, después de tres cursos entre putas y borrachos, se enamoró como una tonta del mozito bonachón que se ocupaba de trajinar los barriles y las botellas de la dueña del lugar. No suspira. Aprieta el paso. Al cruzar junto a la umbría de la letrina, la Montse se ve abrazada al Tomet. Se están besando (ella ponía la dulzura y él le magreaba el culo por encima de la falda). No se deja escudriñar en los demás escondrijos del pasillo por si acaso, pero los rincones se multiplican sin pudor cuando cierra la puerta de su habitación. El Tomet le buscó las ternuras por debajo de la ropa en el hueco que hay entre el armario de un cuerpo y la pared. No hacían nada malo. Ella se dejaba hacer las bellaquerías que propone la letrilla. Mira a los ojos del Lluc un segundo y piensa en llevarlo directamente a la cama. Ya no tiene diez y siete años. Él, entre tanto, le roba un beso (por probar) y ella querría robarle diez más allí mismo, pero sus usos en aquella habitación la llevarían sin remedio contra la cómoda o detrás de la cortina, donde el Tomet se sacó la polla por primera vez: «fe-fes-me una palla, Montse». Luego le hizo pajas (y sólo pajas) en la silla, en la cómoda y en el hueco que hay entre el armario de un cuerpo y la pared: «Em poses molt burro, nena». Se oían los arrullos amorosos de las otras habitaciones. Como ahora. La Montse aparta sus ojos del Lluc y, al volverse, ve la alfombra y se ve echada sobre sus cabellos de lana, con las piernas muy abiertas. El Tomet está tumbado a su lado, metiéndole un dedo. Pero nunca (nunca jamás) se metieron en la cama por lo que pudiera pasar:

—Vine'mb mi.

—L-La p-pota tren-trencada?

Y lo lleva a la cama. Repasa qué cosas de casada gustaban más a su marido, el Tomet, y se pregunta si le gustara al Lluc a sus treinta y dos años (casi treinta y tres) cuando se quite toda la ropa (dos prendas ligeras). Se sientan a un lado del colchón y se miran a los ojos como dos enamorados. Nada, un momento. El Lluc no se aguanta los besos. Todos los besos que se habían guardado durante todo aquel tiempo tropiezan unos sobre otros y la Montse, después de tantos años, se embriaga con muy poco. Las manos del Lluc no tardan en buscarle las ternuras por encima de la ropa y ella, que ya no tiene diez y siete años, se deshace del pañolón y del nudo que cierra el cuello del camisón. El hombre no tarda nada en cogerlo. Mete la mano dentro. La Montse, entonces, abre mucho la boca y le ofrece la lengua. El Lluc sabe a tinto y a serrín. Le deja un regusto a hombre bueno y guapo en los labios. Vacila entre beso y morreo. Se tambalean. Se dejan caer en la cama, «¡plof!», y la Montse siente en la piel de las tetillas la aspereza de una mano hecha al trato de la madera. El Lluc le besa también las mejillas y el cuello. Va sobre su cuerpo con la ilusión de un amante primerizo y la Montse separa un poco las piernas, por ver qué pasa.

—Montse…

El hombre se para a mirarla de arriba a abajo. Luego habla algunas palabras cargadas de ardor:

—He p-pensat les teves cames m-molt de temps, Montse.

Y, tal como lo dice, la coge de la cintura y la pone boca abajo, por verla por detrás.

—Vull veure't tota, Montse.

Y le levanta el camisón por encima del culo.

—Tota, Montse…

Y la Montse, puesta contra el colchón, no puede saber que su culo y sus muslos no son el culo y los muslos que el Lluc busca desesperadamente. Tampoco le importa. Hay un revoltijo de contrarios pugnando por subirle del estómago a la garganta. Todavía no tiene forma, pero el disgusto es cada vez más grande. Busca los ojos embriagados del Lluc y pregunta:

—Què fas?

—Eh?

—Puc sapigue'què fas?

—Et mirava'l cul.

No puede sentirse más desnuda. La Montse se cubre toda sin darse cuenta y se reclina de inmediato en la cama.

—Ja. Prô… Prô per què m'has hagut de… de donar la volta així?

—Eh?

El Lluc va a la deriva. Demasiado vino, demasiada sangre. La bilis de un culo y unos muslos que no son los que busca se conjuga con el mal rato que le están dando los callos de la Lleonarda. Buenísimos, por cierto. El hombre mira a los ojos de la Montse de todos modos. La mujer le está hablando en serio:

—Que no m'hauries d'haver donat la volta, dic. No sóc un estri teu, jo. No…

La Montse recuerda la fuerza de los brazos de aquel hombre. Ha sido como si un gigante la arrancase del suelo. Le ha parecido que movían un trasto de sitio con ella. Y, lo que es peor, ha sentido que un tratante de ganado, y no un carpintero, le estaba examinando los cuartos traseros y la Montse, por principio, no está dispuesta a ser la vaca de nadie. Ya se lo advirtieron las putas del hostal, cuando era una cría: «No som el bestiar de ningú, nosaltres».

—Jo…

Pero el Lluc no sabe qué decir porque todavía no sabe dónde están.