El recuerdo de la Juliana bajo la escalera que lleva de la puente vieja al molino
Piensa, al masturbarse en el hueco de la escalera que lleva de la puente vieja al molino, en la libertad que la movía a levantar los pies en el aire y dejarse penetrar por aquel pene humilde y suyo. Él, que embestía como un bestia, se vaciaba en unas sacudidas que nunca fueron muchas pero que siempre fueron buenas porque, cuando todavía no había alcanzado a verle el rostro ufano, arrojaba todo su arrojo, «¡fora, corre, fora!», sobre los pasos que le habían perdido en tantas ocasiones: el vello mullido y oscuro de la entrepierna, el vientre como risueño de las otras veces o el pecho, ¡aquel su pecho!, que rebosaba en tetas desde que tenía quince años… Todo lo salpicaba y no alcanzaba a más porque no quedaba más que derramar: «¡Guaita qu'ets breu i ets bobo!», le decía con lengua burlona y él, en ascua viva, seguía buscando entre las tetas, el vientre y el coño y sólo alcanzaba a suspirar: «me abrumas y acabo, ja veus, molt abrumado». A ella, todo aquello se le antojaba tierno a la par que divertido y sonreía felizmente cuando se lo quitaba de encima, ¡tan abrumado como estaba!, y recogía su repertorio de lisuras, turgencias y carnes con ayuda de la saya que traía sucia del campo. Vistiéndose, tropezaba en memorias tristes. Recordaba la faja que se ceñía con fuerza todas las mañanas y los mantos de paño grueso que acostumbraba a vestir para tapar sus vergüenzas. Hubo un tiempo en que, a ella, aquellas mamellas la apenaban no poco porque, cuando no contaban tres primaveras, habían sucumbido a su mucho peso y daba lástima mirarlas. Luego conoció al Miquel y el Miquel, con su cara llena de granos, insistió en llevarla al baile de la plaza y bailaron, y mucho, y el Miquel, con aquella manera suya de explicarse sin decir nada, le enseñó después, en la escalera que lleva de la puente vieja al molino, que sus mamellas podían muy bien llevar a un hombre (al Ferran, a l'Aleix, al Víctor, al Raül, al Teo, al Francesc, al Dani, al Marc, a l'Otger, a l'Ibi, al petit Silvà, al Carles, al Cristian y también al Camarasa) a llamar a la puerta de su casa, a pedirla con educación a sus padres, a pasear del brazo toda una tarde mientras no se charla de nada serio, a bajar de pronto la voz y solicitarla con amabilidad de ir a un lugar apartado donde suplicar por un beso casto, un beso de puro cariño en la mejilla, un beso que busca el rastro humedo de la lengua en los labios o un beso con la boca abierta, que «vull beure'm el teu alè!» (cosas del Saül, que tenía alma de pobre). Lo cierto es que el primer beso, cualesquiera fuera su natural, llevaba al segundo y el segundo, al tercero y el tercero solía acompañarse de una mano… ¡Las manos! ¡Ay, las manos! ¡Ay, las manos que buscan por encima de la ropa! ¡Las manos que se meten por debajo de la camisa! «Treu, que no!», espetaba, y seguían con los besos, los besos de enamorado, los besos que no se callan lo que se calla la mano en el hombro… «Que no, et dic!», tenía que insistir, y el hombre, entonces, podía muy bien derrotarse sobre las rodillas y, agarrándose a los trapos de su falda, rogarle por ver una, «¡una sola!», de sus mamellas: «Treu-te-la». «No siguis burro, que no! (Mira qu'ets marrano!)», pero aquellas criaturas solían insistir porque se abrasaban por de dentro y la quemazón, al parecer, era de veras, y esto, a ella, le daba mucha ternura. Como el que mira a un crío llorar después de que le han dicho que «no» a la piruleta.