Noches en Poderna

El Joanet sin sueño

El Joanet no puede dormir. Hace rato que piensa que debería distraerse pensando en cualquier cosa, por dormirse, pero la verdá es que no tiene nada en qué pensar y, como no duerme, piensa que no duerme y, pensando que no duerme, no duerme. Es más, se ha dado cuenta de que tiene los ojos tan abiertos que no los puede cerrar. La luna, una luna grande y redonda, riela sobre los tejados de las casitas y le atrapa los ojos. El Joanet mira un teatrillo de sombras en la ventana de su habitación. Querría taparse la cabeza con las mantas, pero no se atreve. Una fantasmagoría acecha en la calle, por el cielo nocturno. Tiene un poquito de miedo. Ya no tiene nueve años, pero ahora sabe que nunca dejó de tenerlos. De hecho, todavía le llaman Joanet y el estirón (a lo largo y a lo ancho) lo dio más bien pronto, cuando los días todavía eran felices. Entonces dormía en paz. El Joanet, siendo pequeño, andaba todo el tiempo a su aire, por ahí. Si no se llevaba un pellizco de pan del horno de los Pepet, se colaba en la mercería del Ramonet y se guardaba un carrete de hilo en el bolsillo. Tenía pensado hacerse una cometa, pero lo dejó estar porque le bullían muchas otras ideas en la cabeza, como la botadura de aquellos barquitos que debían surcar las aguas océanas de la pila del lavadero antes de hundirse. El papel lo arrancaba de los librotes que pillaba en los bancos de la iglesia. El sitio no le hacía ni pizca de gracia, por oscuro y por sieso, pero el Joanet todavía se recuerda leyendo los latines de las vidrieras: «No-li-me-tan-ge-re» o «Pa. Co.», como el charcutero, que le daba sus buenos cuartos si le hacía los encargos de la mañana. Casi siempre tenía que llevarles unos paquetitos de fiambre a unas señoras que, como eran mayores, no tenían ni para propina. El Joanet no ha dejado de creer que dejaron de abrirle la puerta por pudor. Él creció muy rápido. En poco tiempo, pasó de niño a hombre y medio. Su padre, que malvivía como bracero, fue el primero que opinó que sus brazotes servirían mucho mejor para laborar en el campo que para llevarle los paquetitos a nadie y lo sacó de la calle. El Joanet se empleó como jornalero dos días y, en la mañana del tercero, dijo que no se levantaba de la cama y, si el Joanet decía que no quería levantarse de la cama, no había quien lo levantara de la cama, así que el Joanet, aquella mañana, no se levantó. Su madre, tras mucho lamentarse, lo convenció para que entrase de manobre a las órdenes de un tío abuelo suyo, que mandaba una cuadrilla de paletas, y el Joanet se empleó como manobre dos días y, en la mañana del tercero, dijo que no volvía y, si el Joanet decía que no quería volver, no había quien lo volviera, así que el Joanet, aquella mañana, no volvió. Su padre, tras mucho encabronarse con él, amenazó con meterlo a picapedrero con un primo suyo, barrenero de oficio, pero el Joanet se decidió por la forja del tiet Quico que proponía la madre, así que se empleó como aprendiz de herrero dos días y, en la mañana del tercero, dijo que no picaba más hierro y, si el Joanet decía que no picaba más hierro, no había quien se lo hiciera picar, así que el Joanet, aquella mañana, no picó más hierro. Su padre dijo que eso no podía ser y que ya estaba bien y que dónde se había visto. Luego le contó que tenía hablado con el amo de una carpintería que se incorporaría a su nuevo puesto, si al señorito le estaba bien, pasado mañana, sin falta, pero su madre, que es quien lo había parido, prefirió devolverlo a la calle de donde lo habían sacado y lo convenció para que comenzara a barrer a media jornada, por probar, y el Joanet, por no oír más a su padre, se empleó como barrendero dos días y, en la mañana del tercero, dijo que no barría más colillas del suelo y, si el Joanet decía que no barría más colillas del suelo, no había quien le hiciera barrer nada, así que el Joanet, aquella mañana, no barrió nada más. Pero el lamentar de su madre era cada vez más amargo:

—Què farem amb tu, fillet! Què serà de tu, el dia de demà!

—No't capfiquis, mama, que demà ho veurem.

—I com t'has de guanyar la vida, digues…

—Jo, la vida, ja la tinc guanyada, vés! Que no sóc pas viu?

—Ai, fill! Ni al camp, ni a la bastida, ni al taller…!

—Que no! Que no faré com el pare, jo! Que no vull!

—I qui ho vol, fillet?

—Jo no. Ja t'ho he dit.

—I c'has de fer?

—No ho sé, mama. Les meves coses…

—I quines són les teves coses, fillet?

No lo sabe. No se duerme. No lo piensa. Querría no disgustar tanto a su madre y querría no ser tan cabezón, desde luego, pero, mientras piensa qué hacer con sus manazas, ha cogido la mala costumbre de salirse al poyo de piedra que tienen junto a la puerta de casa. Da a la plazita del caracol y va pasando gente, así que se distrae mirando. El Joanet deja correr las horas del día allí sentado. Si piensa que las cosas que a él le gustan en la vida no dan para ganarse la vida, no se duerme. Si piensa que no hace nunca nada por hacer algo, no se duerme. Es más, si sigue pensando, sin más, no se duerme y el Joanet, por dormirse, procura distraerse con la fauna que transita por la plazita del caracol de sol a sol, como aquel gato negro y feo de la Fineta, que se pasa todo el tiempo durmiendo. Los cuentos de brujas, a él, no le quitan el sueño. No pueden. Él querría no hacer nada, como el gato. Él y todo el mundo, está claro. Le ha cogido el gusto a surcas las aguas muertas de los días sin hundirse. Le place mirar a las muchachitas del barrio, sobre todo. Se acuerda de las carnes de la Germana un momento. Suele ir del brazo de su madre y tiene una carita de niña preciosa, tan de mañana. Porque el Joanet, como no duerme, no madruga. Llega un punto en que se aburre de estar en la cama y se baja a la calle por hacer algo con su vida. A veces ve pasar a Na Celia, la viuda, por allí. Está muy rica, la señora. Suele andar con su hijita en brazos, pero el Joanet casi nunca se entera, pasmado como anda tras los pasos de la mujerona. Ha llegado a creer que, con una mozita del brazo, sería otro hombre. Los martes va al mercado. Su madre lo manda a por huevos y verdura, pero él suele parar en el puesto de la Remei, una muchachita muy despierta y risueña que vende manzanas, peras y melocotones en la tienda más humilde de la plaza. Y, por humilde, vale decir pequeña. Es un poco como ella, que lo tiene todo acumulado bajo la ropa y parece que se le vaya a escapar una teta de un momento a otro. Al Joanet, no le cuesta nada imaginarse unas manzanas de su puesto rodando por el suelo.. Él no ve en la Remei los años de dedicación de sus padres. Él pide por la fruta que le pilla más lejos, la pera de la punta o el melocotón de la esquina, y la muchacha se echa al frente con todo, que no se corta un pelo, y le enseña el género con una sonrisa en la boca, pero el Joanet no ve en la Remei su decencia o su buena mano en la cocina. Él sólo se deja abrumar cuando la Remei se inclina hacia adelante y se ofrece toda entera, tan dichosa. Es como si sus tetas se le derramaran en los ojos y no los pudiera cerrar. El Joanet se enciende de mala manera al pensarlo y, cuanto más lo piensa, menos duerme. Todo él se inflama. Ha prendido como una pira de domingo en la plaza y, más Joanàs que nunca, no duerme. Y no duerme porque la sonrisa de la Remei le quita el sueño. Y no duerme porque, los martes, la Remei, además de sonreírle, le pone ojitos y los ojitos de la Remei, a poco que el Joanet lo piense, también le quitan el sueño. Si al menos supiera qué hacer con sus manazas, si no pensara todo el tiempo en las tetazas de la Remei, el Joanet, a lo mejor, no estaría sin sueño como está, pero el Joanet está sin sueño y no puede dormir y, como no puede dormir, no duerme.