Noches en Poderna

Diálogo de la azotea o La resignación de las feas

unos pocos escalones más, antes de abrir la puerta. Luego sale a la azotea y recibe todo el azul del cielo en los ojos:

—Quin dia, tu!

—Veritat?

L'Encarnació baja la vista a los tejados del barrio y, como se le antojan prosaicos de aburrimiento, se vuelve sobre sus pies y busca al otro lado, donde parece que no alcanzan la rutina y los piedrotes más feos de la ciudad.

—Es veu la riera?

—És clar.

El edificio se levanta sobre la margen oriental del barranco. Las profundidades las han hecho suyas, después de muchos años de labranza, las aguas de la lluvia y de la montaña. Desde donde mira l'Encarnació hay una caída detrás de otra:

—Quin vertigen, noia!

—No't creguis que m'agrada mucho asomarme, a mí.

—Normal!

Entre el precipio y los cimientos del edificio, hay un caminito de tierra. Es nada, una cosa menuda y miserable. Si lo sigue con la vista en dirección a las Cent Cases, parece que se pierde cerca de la puente vieja. A lo mejor lleva hasta la puerta del molino y sube por las escaleras, donde está el hueco famoso, que ella, quieras que no, también está al tanto de algunas de las cosas que pasan allí.

—Que hi corre'lgú, per'quí?

—No ho sé.

La Remei ha comenzado a tender las sábanas mojadas que trae en el barreño de la vecina. Tiene las puntas de los dedos heladas. Hace rato que le duelen de frío. Le cuesta trabajo poner las pinzas, pero mejor no se para a pensarlo y sigue a lo suyo, xino-xano:

—Qui dius?

—An allà, a la riera.

—Un paio?

—Sí. Però és a dins, te dic.

—Ja. Ja l'he vist d'altras días.

—Ah, sí?

—Sí. Un tipus como raro, no?

—Ja'm diràs! Què coi fot a l'aiga? No voldrà menjar-se'ls gripaus, aquest?

—No m'ho va semblar pas. No deu'star gairé bé, el pobre.

—Pobre?

L'Encarnació decide que se aburre y cambia las vistas de la salvajura en que se abandona la vieja Poderna por la calle que llaman del puente, al otro lado de la azotea. Hay una altura de cuatro pisos hasta el empedrado. No escupe. Alguien pasa a paso lento frente a la puerta del bloque de pisos. Es aquella calamidad del Joanet. Un joven antiguo. Un perfecto inútil.

—Hi ha'l teu home, allà…

—Eh?

De camino a la azotea, el agua calentita del lavadero se ha contagiado horriblemente del humor del febrero cruel. No tiene los dedos morados, pero los siente cercanos al azul. Hay algo que le molesta muchísimo, además. De no ser por el sol, estaría pensando (sin motivo) en los témpanos de hielo que se encuentra algunas mañanas en la umbría de los callejones.

—No és el meu home, mala yerba.

—I com li dius, tu?

—Por su nombre.

—Ja…

La Remei no niega que el Joanet sea una pura calamidad de hombre. No hay más que verlo estar. No parece que sea capaz de nada bueno, el pobre, pero es como si tuviera que haber de todo bajo el cielo, al final. Hombres buenos y capaces y los brutotes de su barrio. La Remei siente, sin embargo, que no es posible que haya nadie tan negado en la vida. De algún modo, todo hijo de vecino guarda algo bueno dentro de sí, sólo que no lo sabe. Ella no deja de intuir que el Joanet, si no esconde las alas de un gorrioncillo en los bolsillos, silencia el pico cantor de un mirlo. Bien pudiera ser que acumulase en su persona la tragaderas de un marrano y poco más, pero la Remei siente que eso no puede ser. No sabe qué es lo que puede esconderle el brutote del Joanet al mundo, pero sabe que quiere saberlo.

—Només li cal una oportunitat, no crees?

—An aquest gamarús?

—Sí.

—No.

—Que sí. Jo crec que si hom l'estimés, hi trobaria lo bo que tiene dentro.

—Què bo? Qu'és com un quisso abandonat, ara?

—Y si lo es?

—Li darem un platet de llet.

—Burra eres, hija!

L'Encarnació tira un sipiajo a la calle. No soporta aquello. Ella no le niega las oportunidades a nadie.

—Jo només dic que tu't conformes amb això.

—Amb què?

—Amb un animalot d'aquests!

La Remei se seca las manos en la falda.

—Anda, échame una mano con esto.

L'Encarnació se acerca a ayudarla. Entre las dos, sacan el cubrecamas del barreño y lo tienden al sol.

—Pensa-hi un moment.

—El qué?

—Si tu… Si fossis més alta, més… m-més rossa i més… menys bruna, diguem-ne. Si tinguessis unes cames més llargues o unes dents menys… saps?

—Sí.

—Ja m'entens, no?

—Sí, mujer.

—Doncs… Que't pararies a mirar-te una criatureta d'aquestes?

—Sí, por qué no?

—Va, en serio.

—Qué?

—Que no. Que si tu poguessis més, voldries més c'això.

La Remei pega un tirón seco de la colcha y le saltan algunas gotitas de agua a la cara. Están frías, como la mañana misma. Saca un par de pinzas del bolsillo del delantal y suspira. No está enfadada, en verdá. El sol, allí arriba, no sabe nada de lo que pasa en las casas y calles de la vieja Poderna.

—Vale.

—Posa't que't donessin a'scollir… El que vulguessis, eh? Qualsevol home, dic.

—Vamos, que yo no puedo aspirar a otra cosa que'l Joanet, según tú.

—No. Això, tu.

—Eh?

—Ets tu c'ho pensa, no jo.

—Ya… Coge d'ahí.

L'Encarnació echa mano de una sábana estampada con motivos florales.

—No dic veritat?

—Tú eres muy lista.

—Jo dic que la teva pitrera val per un cognom.

—Por uno, no… Por dos!

—Que sí, que tens uns ulls molt macos i, si ho volguessis, podries amorosir a qualsevol noiet del poble, tu.

—Ja. Un noiet com qui?

—L'Enric Clotet, per exemple.

—Aquell? Si fa cara de imbécil…

—El Joanet, no.

La Remei se mira la cara del bruto sobre el estampado de flores y rompe a reír, ¡que ya está bien de fríos por hoy! Luego de secarse las manos en la falda, se atusa el pelo y se imagina al tal Enric, el otro día, en pijama.

—Es como enclenque, no?

—No. Està per fer.

—Com el teu, no?

—Què li passa, al meu?

—No, no res. Sólo pregunto si ya'stá hecho o si'stá todavía por catar…

—Au, calla. Només nem de passeig, ell i jo.

En verdá, buscan de la mano las calles más luminosas de la vieja Poderna.

—No sé, niña. Puede que me gusten grandotes, no?

—Pot ser. Jo només deia que sembla c'haguem de resignar-nos a la nostra sort, tu i jo.

—Ja.

—En serio. Si tot és així, jo també m'hauria de conformar amb un animalot, no?

—Tu, per què?

—Au, Reme!

—Si las quieres bien gordas, come sandía a dos manos, mujer!

—Mala puta…

—Nada. Que no te gustan grandotes.

—Com el teu? Gens ni mica…

—Pues na.

—M'han d'agradar per ser com sóc?

—No, claro que no, c'a todas nos gustan bien guapos, eh?

—Clar que sí. I si jo no vull un tarat d'aquests, què?

—Pues puede que te quedes solterona pa'los restos, sin na'en la vida.

—Ja, ja, però la que'stà soleta, ara mateix, ets tú, bonica.

—No, que'stoy contigo, simpática.

La Remei estira la sábana del estampado de flores sobre el alambre y comprueba que no quede ningún pliegue, ni por delante, ni por detrás. Hace ya un rato que, sin quererlo, se está preguntando si de verdá le gustan los brutotes del barrio como el Joanet. No duda de su gusto, duda de la naturaleza de su gusto.

—O sea, que lo mismo me gustan porque no tengo donde caerme muerta.

—Els animalots, dius?

—Sí.

—Doncs, sí.

—Ea, que si pudiera andar con jefes de banca, no me gustarían los hombres sin corbata!

—Poc més o manco, no?

—No ho sé, niña. Me sembla una mica trist, això que dices.

—És que és molt triste!

La Remei hace por asumirlo, de algún modo, pero tiene los dedos helaítos de frío y la cabeza despejada. El trabajo no le pesa. La mañana de pasado mañana no le quita el sueño. Y, en cualquier caso, no deja de sentir que sus brutotes de barrio también tienen que tener quien les quiera:

—Es que le pierden los ojitos.

—A qui?

—Al Joanet. Si lo vieras como me mira, aquí, cada vez que me ve…

—Això és mala gana.

—Pot ser. Ja'm va dir la Juliana c'així atrauria les mosques al meu puesto.

—I'ls moscardons!

—Bueno, bé c'haig d'aprofitar-ho, no?

Y l'Encarnació le mira las tetas grandes y jugosas a la Remei antes de buscarse la mano de los dedos rechonchos. De las dos, cualquiera vale.