Noches en Poderna

El Lluc y las ganas de l'Aneta

per'llò de l'altra dia. M'has de perdonar si vaig fe'una mica'l tanoca, dona. Prô pensa que volia trobar-te… I-I pot-potser que begués una mica massa, eh? No't pensis qu'és qualsevol cosa enfilar-se a la teva finestra, Aneta». Luego apura el vaso de un trago y mira a las otras mesas del café. No hay apenas nadie a aquella hora de la mañana. Ella, mucho más distraída, se chupa el aceite azucarado de la yema de los dedos. Se ha zampado unos churros con chocolate caliente y, en lugar de decirle nada, sonríe de vez en cuando.

—Jo… Bé, he demanat festa a la feina avui. He hagut de… Bueno, Aneta, ja ho saps que jo't volia veure, oi?

L'Aneta baja la mirada, por no contestarle. Pero lo sabe. Luego busca dentro de la taza y rebaña los restos de chocolate con la punta de los dedos. Está muy rico, todo. El Lluc mismo es un hombre muy guapo. Quieras que no, sabe cómo acicalarse para que no parezca que se está quedando sin pelo por la parte de delante. Qué lástima da, de todos modos, una carita de niño bueno medio calva.

—Vols més?

Siempre.

—Puc demanar-te un'altra, jo convido. O…

Se echa un poco sobre la mesa y baja la voz:

—Podem'nar un'estona a…

Y le tiende una mano y l'Aneta, que querrá siempre mientras viva, la coge sin pensarlo. Ya está. Lo ha hecho. Si lo hubiese pensado un momento, no le habría dado la mano pringada de chocolate, churros y babas. Riquísimo todo, por cierto. Pero no importa, el Lluc no le hace ascos a nada. La toma con la ilusión de un niño chico y se la lleva arriba, donde los lavabos, pero ella, antes de tomar definitivamente las escaleras, mira a su alrededor por si acaso. Nadie dice nada en el café. Al fin y al cabo, ya no tienen quince años, ni le importa a nadie lo que hagan con sus vidas. Es más, l'Aneta ya no es una niña boba. Tiene muy claro que aquel hombre extraño que se sube a su balcón, a mirarla, va a querer más que unos besos sucios de azúcar donde quiera que se encierren. Es normal, a su edad, que quiera aliviarse el calentón como sea y, a l'Aneta, aquel como sea ya le viene bien porque le viene en gana. Ojalá la tome de mala manera. Ojalá la cubra como un animalillo, como un potro salvaje que todavía no sabe dónde meterla. Ojalá la devuelva al entusiasmo de los días felices, cuando encontraba aquella chispa de vida en los ojos de los chavales que le sacaban las tetas del vestido. Mientras va tras los pasos de aquel extraño, la pobre Aneta no sabe si está bien quererlo o no, pero echa mucho de menos cuando se le llevaban detrás de la tapia y le buscaban las vergüenzas debajo de la ropa. Entonces, en la vieja Poderna, había un solar abandonado en cada calle y bastaba con muy poco para juntar a dos enamorados, a quererse. Si un muchacho le ponía ojitos, ella le ponía aquella carita de boba que sabía poner tan bien y acababan liándose en cualquier rincón. Ella, que querrá siempre mientras viva, gozaba dando todas sus carnes a la boca que gustase. Ansiaba que le chupasen las tetas. Pedía que le agarrasen el culo y que le metieran la mano entre los muslos. Y, si algún muchachito tardaba en arrancarse, por miedo o porque no sabía más, ella misma se deshacía de la ropa que le estorbaba, lo cogía de la cabeza y lo llevaba a su antojo. Por aquel entonces, aunque no entendían nada, no ignoraban que no había nada que entender. A l'Aneta le gustaba hacerlo y, como recuerda, no ha dejado de gustarle. No perdonaría los años miserables que vinieron después, los años que le negaron la chispa de vida que había en los ojos de los chavalitos al verle las tetas, de no ser por la ilusión del Lluc, que la mete a toda prisa en los lavabos del café. Él entra el primero. La sala es grande y luminosa. Tiene ventanas altísimas y brillantes que bajan, por no se sabe qué mecanismo, el cielo al suelo. La mañana baña los azulejos de las paredes y el Lluc, que no se aguanta más, la lleva al interior de un retrete solitario:

—Posem-nos aquí dins, va, que sembla prou net.

L'Aneta se divierte, y mucho. No se para a considerar si aquel hombre, que se gana bien la vida reparando muebles de madera, podría pagarse más que un chocolate con churros aquella mañana. No echa en falta la intimidad de un cuarto, en un hostal. Ella, en verdá, prefiere que el Lluc, el guapito de cara que se sube a su balcón, la meta en un lavabo y eche el pestillo de la puerta tras él. Le gusta que no pregunte, que la ponga de cara a la pared y le hurgue debajo de la falda. A l'Aneta le gustan algunas cosas que no podría confesar, por pudor y porque están feas, como la impaciencia que pone el Lluc buscándole el cordón de la falda (0 algo así) en la cintura. Y le gusta, sobre todo, cuando desiste, porque no puede deshacer el nudo, y las manos se le van a las tetas y las agarra y las manosea y acaba por soltarle algunas palabras cargadas de ardor al oído:

—Fa m-massa anys que't buscaba, Aneta…

Y l'Aneta, que no comprende, ni le importa mayormente, le coge una de las manazas y se la pone directamente en el coño, pero el Lluc, lo mismo que se apretuja contra ella, se aparta. Ya casi lo tiene. Le baja la falda de un tirón, hasta los tobillos. El suelo tiene que estar mojado, no huele a limpio como él querría, pero tanto da: al fin tiene ante sí el culo y los muslos que andaba buscando. Pero no son el culo y los muslos que quería. El culo fofo es mucho más fofo, viejo y feo de lo que era y los muslos, aunque están apretados en carnes y sin ropa, parecen un mal recuerdo, como una copia burda y desgraciada de la verdá. Las venitas que salpican la piel de azules y morados le permiten al Lluc aprenderlo de una sola vez: ya no es posible regresar a la mañana en que, yendo de camino a clase, se subió al balcón de l'Aneta de un respingo. Ya es tarde. Ella ya no está (ella ya no es ella). Además, nunca fue posible volver, ni tuvo nunca nada que hacer. El Lluc se siente desfallecer. Mucho más desolado, se viene abajo, aunque todavía considera seriamente que podría follarse a l'Aneta del lavabo. Teniéndola allí, de cuerpo presente, podría metérsela por detrás y arrojarlo todo dentro, por desquitarse, pero él ya no mira con aquellos ojos suyos de cuando era un chaval, ni l'Aneta que tiene delante es ya l'Aneta del balcón. El Lluc no logra apartar la mirada del culo fofo, sin gracia, de la mujer. Se lamenta largamente sobre la visión de sus muslos apretados en carnes, que siguen sin ropa, y se pregunta en voz alta si habrá alguna manera de solucionar lo suyo:

—M'has dit mai si has estat mare, tu?