Noches en Poderna

La Joaquima y el mendrugo de pan seco

La Joaquima baja temprano a por el pan y, pasada la plaza mayor, se cruza con el Ros y su señora: «Bon dia». «Bon dia». «Bon dia, adéu». «Adéu, adéu». «A Déu siau» lo espeta, muy seca, la señora del Ros, que es una mujer que acostumbra a mirar por encima del hombro a mujeres como ella. Esto es, pobres.

La Joaquima sigue a lo suyo. Se llega a la panadería de los Pepet, paga su pan de pagès con su dinero de mujer pobre y humilde y vuelve calle arriba, a su casa pequeña, vieja y pobre. De vuelta a la plaza, se topa con la estampa miserable de los zapatos que tiene y se mira el trapo que tiene por vestido y tiene un momento serio de derrota, así como un vahído. No se detiene. No puede. La pena por sí misma no le dura nada. La pena por sí misma la encabrona y, el trecho que va de la plaza a la puerta de su casa, la Joaquima lo cruza con paso firme y furioso.

«Bon dia». «Bon dia tingui vostè», que la Joaquima no piensa tenerlo. La señora del Ros no es nadie. El Ros mismo no era nadie hasta hace dos días. Se ha pasado la vida trajinando piedras con el carro y su señora, lo mismo que ella, se ha pasado los días guisando sopitas de ajo y cebolla cuando no se ocupaba de resucitar mendrugos de pan seco. Porque lo que es lavar la ropa, no lavaba mucho. La señora del Ros no asomaba a menudo por el lavadero, que digamos. A la señora del Ros no le gustaba mancharse las manitas con lejía.

La Joaquima no se explica cómo medró el Ros de un día para otro, pero el caso es que medró. Por la mañana, se deshizo del carro y de la bestia de tiro (un percherón panzudo) y, por la tarde, se hizo con el taller del viejo Umbert (una carpintería más bien poco modesta). Desde entonces, está al cargo del negocio y él y su señora visten limpio y visten bien y la Joaquima no puede olvidar la poca consideración que le mereció siempre el tal Ros (por no hablar de su señora).

Era un ganso. Y ella, la Joaquima, un primor de niña. A los quince años, enamoraba a la chavalería sin quererlo y, a los veinte, donde quiera que pusiera los ojos, abría una herida de amor y mataba (figuradamente) a un chavalito. Hizo no poco daño, y a sabiendas. Podía, y la generalidad de los hombres le han parecido siempre unos bobos con rabo. O unos gansos. La Joaquima está segura de que el Ros, en su día, debió buscarla como tantos otros y la Joaquima, subiendo la cuesta que lleva a su casa, se reprocha amargamente la rebeca raída que viste todos los inviernos.

Si hubiese querido, ahora sería la señora del señor del taller más grande del barrio. Pero la Joaquima no quiso. La Joaquima quiso querer y todavía quiere (aunque menos) a aquel trozo de pan duro de su hombre, el tal Marcel, que es otro bobo con rabo que vuelve cansado del trabajo cada tarde para traerle unos duros miserables que, lejos de sacarles de pobres, insisten en mantenerles parados en el mismo sitio.

La Joaquima llega finalmente a la puerta de su casa (pequeña, vieja y pobre) y no se lo reprocha otra vez. Está más que asumido. Sabe que, si hubiese querido no querer, no tendría que haber bajado tan temprano a por el pan con la misma rebeca raída de todos los inviernos.

El niño llora dentro.