Noches en Poderna

La vuelta de l'Aleix

L'Aleix se patea las llambordes del casco antiguo a media mañana de un martes cualquiera y no repara ni en las meadas, ni en las pintadas, ni en los rotos de las paredes. Está enamorado y apenas toca el suelo que pisa. No hay cielo en las calles del barrio y no le importa, tampoco. L'Aleix siente que se multiplica sin remedio, como si cupiera estarse a la vez en ese pisito que van a comprar un día y en frente de la casa de los padres de la Magda, anoche, cuando tiraba chinitas a su ventana y gritaba en voz baja:

—Baixa!

—No, dormo.

—Baixa, et dic, que t'he dut una cosa…

—No. Quina cosa?

—Baixa, que'ns sentiran!

Y ha bajado, como muy perezosa, por la parra vieja que trepa el muro de su dormitorio y han corrido los dos solos, de la mano, por las calles dormidas de la ciudad y, en la esquina donde se pone la castañera, la ha cogido entre los brazos y le ha robado un beso en la boca. El primero. Después han seguido hasta la muralla, donde alcanzan menos miradas, y le ha robado el segundo, el tercero y el cuarto. La Magda se ha ido encendiendo entre risas alegres y él, l'Aleix, no ha sabido no perderse cuando le ha pedido «vine amb mi» y la ha seguido por la puente vieja, que no pocos llaman del diablo, hasta el antiguo jardín de las beguinas. La Magda, lo lleva en los labios, sabía a sueño. Por eso han saltado juntos la tapia y se han adentrado en la noche oscura sin temor. Por eso se ha echado a su lado al abrigo de un cedro ciego, callado, monumental.

—Tens una cigarreta?

—Clar. Té…

—Ja. Vull… Treu-te els pantalons.

—Què?

—Jau aquí. Deixa-m fer a mi…

—Però

—Jau…

Y se ha echado y ha dejado que le desabroche los pantalones y se los baje hasta las rodillas: «Ja trempes?». L'Aleix buscaba el cielo estrellado entre las ramas del árbol cuando la Magda le ha bajado los calzones y le ha levantado el pene con mano blanda, muy amiga. Entonces, lo ha visto, ha dejado caer una gota de saliva en la punta y l'Aleix ha sentido la tierna herida del fuego. La primera. Brillaban oscuras ascuas de pasión en los ojos de su amada. Era el anuncio de una llama dulce que iba a devolverle la vida, tantos años después, pero no podía recordar, porque no cabía imaginarlo, que llagasen de aquel modo! Aquellas gotas de saliva, la segunda, la tercera, la cuarta, quemaban como le quemaría la chispa que le cayó después, en la fragua, sobre la mano descubierta:

—Au!

—Au? Au, deixa-ho estar, que't fotràs mal, xaval! Vés, que'ncara et faràs malbé una mà i a veure de què collons menges aleshores! No'm miris amb aquesta cara de babau i passa! Vés… Vés-te'n a casa, fes-me'l-fa-vor, però abans puja adalt i obre la finestra dels collons, que allà dins put a cony, diantre! Passa, xaval, passa…! Quina marxa duus, cagondéu, quina marxa, xaval…!

El Quico se lo quiere mucho. No se lo ha dicho nunca, es verdá, pero tiene, sin embargo, aquella manera suya de hacérselo ver. La quemadura, en el dorso de la mano, es poca cosa. Tiene razón en que lo mejor es meterse en la cama a dormir un rato, si es que puede… El amor le arde con fuerza en el pecho. Si mide su fuego con la quemazón en la piel, siente de pronto ternura por las cosas pequeñas del mundo. Como las florecillas en los balcones. Como los tiestos de barro en las ventanas. Como los gorriones en las aceras. Como sus manos, sus propias manos de hombre pequeño… porque, si realmente mide las cosas del mundo con su amor por la Magda, la ternura acaba anegándole el pecho y siente lástima por aquella su mano, por la herida, por los dedos al cabo, por la tenaza de hierro, por el martillo en el puño, por el yunque sin madre, por las pequeñas chispas que se apagan para siempre, por la llama que tiembla en mitad de la noche, por la carne que teme el daño: «Deixa't fer, burro… Ja veuràs que t'agrada» y le ha hurgado en las entrañas con dedos trémulos, vivísimos, mientras le lamía el extremo del placer con el ápice de la lengua: «Què… Què em fas? Què m'estàs fent?» y se ha vencido mansamente a los cuidados de la dulce Magda, olvidándose de sí, dejando que el candor aquel que le subía por de dentro le inundase el pecho y lo llenara todo desde entonces. No ha conocido noche más clara ni día más hermoso. Sin apartar la mirada del rostro de su amada, los labios resbalan largamente por su pene, pone la vista en la fea bullofa de la mano y la oye decir, después, cuando se ha sentado a su lado y se fuma un cigarrillo, «estic prenyada, saps?». L'Aleix anda pensando en un pisito para los dos desde que saliera del taller den Quico. No quiere dormir más. Mira por algo soleado, algo más bien humilde, pero con mucha luz para los tres. Piensa en una de las viviendas de las Cent Cases. Se ve viviendo allí. Se ve muchos años allí, todos juntos. Sucede, no obstante, que encuentra el lugar solo cuando vuelve del trabajo. Las habitaciones están desiertas y no hay nadie en ninguna parte. L'Aleix no sabe qué pasa, no entiende por qué ha tenido que pasarle a él, así que se para en la calle y busca a ver de dónde sale esa sombra horrible que se tiende en el camino, a su paso.