Noches en Poderna

L'Aldonça y las flores de la fotinia

—Olora aquesta.

—No.

—No?

—No. No m'agrada l'olor de les flors.

—Que no t'agrada què?

L'Aldonça se atora. Demasiados recuerdos de golpe y todos tienen que ver con la luz de aquellos jardines de su niñez. Piensa en declararlo tal como viene, pero qué le importarán a nadie sus manías. Niega con la cabecilla. Se mira los pétalos rojos de la rosa que le ofrece la Cunegunda y hace que no otra vez. La mujeruca se enfurruña una pizca (nada más) y, por no ponerse tremenda, se lleva la flor a la nariz.

—Doncs olora molt bé, nena.

—Ja. Si no dic que no, jo.

—No té bitxos, ni res.

—Ja.

Pero no, que no es la luz de aquellos jardines de su infancia lo que le estorba, sino el tufo de aquellas flores blancas que brotaban a primeros de la primavera a lo largo del paseo. L'Aldonça no conserva memoria del hedor, sino que guarda un asco muy grande en la barriga cuando recuerda. La Cunegunda, entre tanto, ha cortado las espinas del tallo con las tijeras de podar y se ha puesto la rosa en el pelo porque la Cunegunda, cuando se mete en su rinconcito, se deshace de la toca y le da igual si tiene las manos sucias de tierra.

—Si vols que creixi així…

Y mueve las manos a lo loco, alrededor del seto de lavanda.

—L'has d'anar pinçant.

Y, haciendo pinza entre pulgar e índice, le muestra como se corta la punta de una ramita tierna.

—I per què aquesta?

—Tu'l que no vols és que't creixi massa cap branqueta.

—Ah.

—Si treu'l caparró enfora, li talles.

—Trec aquesta?

Y prueba a pinzar otra ramita tierna.

—Però tu m'escoltes?

—Sí.

L'Aldonça mira a ver qué tiene de malo su ramita.

—Ai, sí, c'aquesta és massa petitona, no?

—Treu aquell'altra.

—Aquesta?

—Sí. No veus que vol créixer massa i trenca'la forma de la planta?

L'Aldonça no compra la idea, que no ve que una planta tenga que tener ninguna forma, pero está aprendiendo a cuidar del jardín por salir un rato de su cuarto y prueba a pinzar (pulgar e índice, clic-clic) la ramita de lavanda que le manda la Cunegunda.

—Així.

Pero ella misma ve que el corte no es limpio. Y el corte, según se le ha dicho, tiene que ser limpio por el bien de la planta. Las plantas, por lo visto, agradecen la mutilación. L'Aldonça no lo discute. L'Aldonça prueba con otra ramita y la Cunegunda, que no le quita el ojo de encima, aprueba su elección. Siguen con otras extremidades. Y, dándole forma al seto, que es una cuestión, a la postre, seria y laboriosa, acaban pasando su buen rato al sol. En cierto punto de la faena, la Cunegunda, menos Cunegunda que antes, se acaba relajando con su pupila:

—Vas bé, nena.

—Sí?

Sí. La Cunegunda lo asevera con la cabeza. La rosa roja le sienta bien, como el aire calentito del mediodía y el aroma de la lavanda en las manos. L'Aldonça empieza a comprender los beneficios sinceros de aquella labor. No podría enumerarlos todavía, que le faltan los verbos y los sustantivos, pero el asco grande de los jardines de su niñez, en aquel momento, le pilla lejos.

—Em passa que tinc fàstic d'unes flors.

—Quines?

—Quan jo era una nena, els meus pares em duien a passeig a…

Cada domingo por la mañana su padre la llevaba de la mano por los jardines que había pasada la puente vieja. Su padre está muerto. Murió de toses en una silla, hace algunos años. L'Aldonça no piensa que haya ninguna relación entre el olor de las flores blancas y la muerte de su padre, pero aquella relación ha crecido con ella, sin embargo.

—Avon, nena?

—Allà on eren les beguines abans, saps?

—Sí, és clar.

—M'en recordo qu'eren blanques. Petitones i blanques i feien molta pudor.

—Pudor?

—Sí, es posaven per tot arreu.

—Al març, l'abril…?

—Potser abans.

—Devien se'les fotínies.

—Era massa dolç, allò. Embafava…

—L'abadesa no ho podia saber, això.

—Qui?

L'abadesa, cuando supo de un pollo que podía traerle unas plantitas de fotinia, mandó plantar unos bancales en el que fuera jardín de las beguinas. Tenía la intención de volver a pasear algún día por el patio de su abuelo, un esforzado viajante que se trajo del Oriente una photinia glabra. No lograba olvidar su aroma. Aquel ejemplar de su abuelo, con los años, tomó la forma de un árbol portentoso y la abadesa, que no quiso esperar a que sus plantitas crecieran, pensó en poner muchas por volver antes. Luego, como pasó lo que pasó, las plantas quedaron a su suerte y su suerte fue que muchas se secaron y no pocas criaron troncos robustos y altos, repletos de ramas.

—I les branques, amb l'arribada de la primavera, s'omplen de flors.

—Ja, ja. O sigui, que pel caprici d'una vella, tenim tufada cad'any…

—Aquesta llengota, nena! Ni era vella, ni't tufa res an aquí, a tu… Pensa c'ho va fe'per amor. Tingues cor.

L'Aldonça no lo discute. L'Aldonça piensa que el amor de la abadesa por su abuelo es proporcional al tufo de las fotinias durante la primavera y siente una migaja de ternura en el pecho. Bien mirado, ella, por su padre difunto, hubiese plantado un bosque de rosales.

—Bueno. I com s'arriba a ser l'abadesa?

La Cunegunda echa la vista atrás. La abadesa, al igual que ella, tuvo que salirse de las calles de los hombres por su propio bien. Si a ella la sacaron por la fuerza de un pisito una cuadrilla de embozados, a la abadesa la empujaron fuera las malas lenguas y un aire muy viciado. Según le contó en su día, tenía cierta fama de saludadora. Curaba los males de los enfermos a cambio de nada. La Cunegunda la había visto componer los huesos a más de una vieja. Crac-crec y lista, pero la abadesa se tuvo que meter a monja cuando algunos prohombres del barrio quisieron ponerle la mano encima (ella dijo «grapes»). Alegaron no sé qué para ponerla en prisión y tenerla a su merced. Querían interrogarla. Querían tenerla para ellos solos, pero la abadesa se puso a resguardo tras los muros del convento de las últimas carmelitas descalzas. Y unos años después, luego de muerta la madre superiora, quedó al cargo de un puñado de viejecitas y las tornó beguinas por sus narices.

—Poc més o manco, nena. Que no és qüestió, no't pensis, d'estar-se al lloc i l'hora, només…! Cal força d'esprit. Cal voler, saps?

—Ja.

—Tu voldries?

—Jo?

—Series capaç?

No. Sabe que no, que su trabajo le cuesta levantarse de la cama cada mañana. De no ser por la Catarina, que la incordia desde que asoma el sol, l'Aldonça dejaría correr las horas del día debajo de las sábanas: «una'stona més, Cata, si's plau…». Arruga el morro, recordando. Luego confiesa:

—No ho sé, jo, si voldria. Dolors…

—Senyora Dolors.

—Ai, sí. Perdona…

—Què manes?

—Prô tu volies estar-te aquí?

No. Sabe que no, que su trabajo le cuesta soportar el peso de los muros cada día. La abadesa le enseñó que un jardín, si no grande, profundo, podía entretenerte la vista. Ya luego, como las plantas van mudando con el paso de las estaciones, los ojos no se aburren tanto y los días, quieras que no, van pasando. La Cunegunda es rotunda, en este sentido:

—No. Si no hagués passat el que va passar, jo'staria…

Pero no sabe dónde estaría. A sus años, no podría seguir metida a puta. Ningún hombre, quitando a su brutito enamorado, pediría por ella. Quizá habría juntado unos dineritos durante su juventud y tendría su propio negocio en lugar de un refugio para mujeres. No sabe qué cosa podría ser exactamente. Quizá fuese dueña de una taberna humilde y pusiera de beber a los pobres borrachos. O quizá tendría un pequeño hostal a las afueras de la vieja Poderna con su cuarto, su cama y su bagasa (quien sería, acaso, otra pobre niña abandonada a su suerte, como las fotinias de la abadesa). La Cunegunda se fuerza a ir un poco más allá. Se pregunta qué quería ella antes de todo aquello, lo que es su vida, y no encuentra gran cosa, salvo los atunes, que son peces grandes:

—Tonyines.

—Què?

—De nena, que jo volia pescar tonyines.

—I això?

—Per veure món, suposo. Per viatjar, no? I veure la mar oceana, que mai no l'he vista…

—Ni jo.

—Doncs això, nena. Que jo sempr'he sapigut que la vista se m'avorreix d'hora, a mi. D'aquí em ve la mala hòstia, vés.

—Ja.

Y l'Aldonça se figura a la Cunegunda en la proa de una barca, oteando el horizonte. Si atisba los atunes saltando sobre las olas, da una voz seca y sus hombres viran el rumbo de inmediato. En el aire o el agua, salpica una felicidad de otro tiempo. Tiene gusto a sal, l'Aldonça lo sabe.