Noches en Poderna

El largo invierno del doctor Morros

Gotas de lluvia en el cristal de la ventana. El doctor Morros hace un rato que no lee. Sigue meditabundo. Le duele la res publica que a todos concierne. Mira las llamas de la hoguera en mitad de la plaza y se vuelve a cuestionar sus pasos: los jóvenes alrededor del fuego se le antojan sombríos. Sus figuras, embozadas de negro, resultan terribles de espanto. Fue él quien sugirió todo aquello de quemar un mayo los domingos de invierno. Explicó que el mayo era el tronco de un pino, pero no dijo nunca que se echasen libros a la pira. Habló, sin embargo, de que había ciertas lecciones que, puestas en según qué manos, se podían malinterpretar con facilidad. Era su manera de advertir de los peligros que se contienen en la lectura si no se está prevenido. Leer es algo provechoso por lo general, pero, del mismo modo que no son buenas todas las ideas, tampoco vale con leer cualquier cosa. Pensaba, sobre todo, en panfletillos como aquel de la Fábula de don Hurón y el burrico Manuel por su intención de revuelta mal disimulada. Guarda un ejemplar arrugado sobre el escritorio. El tal Josepus es un ingenuo. Si se van esparciendo chispas por el campo, lo normal es que arda todo el monte y, después de un incendio, no quedan más que cenizas. Polvo, la nada, y a ninguno le aprovecha el yermo quemado. A nadie en absoluto. Es mucho más apropiado disponer para el fuego la plaza del pueblo en la tarde de los domingos. Es preferible encauzar los anhelos a desbocarlos. Esto se aprende bien si uno atiende mínimamente a los cronicones de la antigüedad. Las fuerzas vivas de un lugar no prohibían las manifestaciones espontáneas de la plebe de buenas a primeras. Antes de reprimirlas, hacían todo lo posible por asimilarlas. Es, por este medio, que se observan ancestrales vestigios de lo pagano —anteriores, incluso, a la civilización— integrados en las distintas liturgias del siglo. El doctor Morros sólo ha desenterrado un puñado de rituales. El rito, entendido como un conjunto de reglas, permite pautar los ímpetus de una multitud que está por templar y aquellas fiestas viejas se acordaban a la perfección con el ánimo de los más jóvenes, entonces. Él sugirió la noción de banda, a la manera de las mascaradas populares, y ellos tomaron las varas en las manos y se ciñeron pañuelos a la cabeza. El negro de los trapos tampoco fue cosa suya. De su trato diario con los estudiantes, el doctor Morros sabía que la juventud carece a menudo de un propósito firme en la vida: ahora, al menos, deben preservar el orden establecido por encima de todas las cosas. Si nadie se sale del camino, lo devuelven de inmediato a su lugar. La estampa de los embozados, abajo, en la plaza, da pavor. El doctor Morros entiende que el miedo, antes que la razón, puede contener la sangre en su sitio. Cuanto mayor sea el temor, menos han de atreverse algunos a desviar sus pasos. Arrecia la lluvia. Vuelve la vista al libro. No más divagaciones. Lee o hace por leer «una tarde parda y fría / de invierno» y vacila con gravedad de catedrático. Parece que está todo más oscuro, de pronto.